Mi vocación de maestro (o profesor) ha estado marcada desde los orígenes de mi existencia y, si creyera en el destino, diría incluso que no podía haber sido otra cosa en la vida. No recibí ningún llamado especial del cielo, no tuve ninguna revelación extraordinaria ni mis padres me encerraron en algún centro pedagógico, pero al final, aun con mis huidas, he terminado en estos menesteres no siempre gratificantes para ser honesto.
Para empezar mi peregrinaje vocacional-pedagógico debo decir que mi familia está plagada de maestros: maestra mi madre, maestros mis tíos, maestra mi abuela, por donde pusiera la vista, ahí estaba ese montón de gente apurada en actividades de clases y lecciones. Con tales antecedentes, es difícil escapar del oficio y, peor aún, cuando desde pequeño se comparten las mismas experiencias. Mi madre, por ejemplo, me llevaba a sus clases, me hacía dar alguna lección (sobre todo cuando yo estaba en secundaria y ella en primaria), me ponía a corregir exámenes y también a dictar calificaciones, entre otras actividades.
Luego vinieron los estudios de secundaria. Casi sin querer (¿casualidad?) terminé estudiando primero en «La Normal» (en Nicaragua) y, después en el «Pedagógico» de Managua. Jamás pensé que quería ser maestro, pero ya estaba ahí preparándome para dar clases. En esos años también participé en la campaña sandinista de alfabetización, estuve enmontañado en Chontales, sacando, como decían los sandinistas, a los campesinos de la ignorancia y el error. Por ahí se va fraguando el destino.
Aunque parezca extraño, en mis años de decisión profesional, nunca tuve ese tipo de crisis vocacional que tienen los jóvenes «normales» de nuestros tiempos. No hice examen de aptitud ni tuve dudas sobre si ser abogado o doctor, arquitecto o ingeniero, o constructor o armador (como diría Mejía Godoy). Yo quería servir a la gente y lo que se me daba natural era ser profesor. Así, la vocación de cura se ajustaba a la perfección para mis aspiraciones.
En la vida, sin embargo, siempre hay crisis. Yo mismo, por ejemplo, me he reprochado por haberme dedicado a una profesión tan poco estimada en nuestra sociedad. Me he arrepentido a morir, me he dado golpes de pecho y he maldecido el día en que puse el primer pie en la universidad para estudiar eso que en aquel entonces se llamaba «pedagogía» o dicho elegantemente «ciencias de la educación». Secretamente he envidiado a los abogados, a los médicos, a los arquitectos y hasta a los políticos (¿qué horrible, no?). Y por eso, en mi vida la constante ha sido la huída.
Por años renuncié a eso de dar clases. Mi madre misma me sugirió un día que estudiara algo de mayor provecho económico: «ahora que ya no eres cura, me dijo, deberías dedicarte a algo serio». Y claro que le obedecí: hice de periodista, formulé proyectos, participé en el retorno de los desarraigados, me ocupé de asentamientos y hasta he hecho de asesor. Nada mal la experiencia para alguien que añoraba actividades de mayor reconocimiento social.
Desafortunadamente uno vuelve al amor primero. Y, sin darme cuenta, he regresado a lo que hoy elegantemente llaman «la academia». Me dedico a tiempo completo a dar lecciones y estoy como al principio: rodeado de libros, papeles, exámenes y trato con estudiantes. ¿Se puede decir que soy feliz? Bien, más o menos. Todavía me pregunto, sin embargo, si todo este rollo vale la pena.