La sorprendente estadística de que alrededor del 90 por ciento de los casos de abuso sexual que se denuncian penalmente son de carácter incestuoso, es decir cometido por el padre o familiares muy cercanos de las víctimas, constituye una muestra de cuán arraigadas están todavía viejas costumbres propias de una sociedad machista, prepotente e ignorante en la que se violentan los derechos de la mujer simplemente bajo el concepto de que quien ejerce algo de autoridad tiene derecho a todo lo que se le antoje.
Igual que el derecho de pernada, que aún muestra resabios en algunas fincas, comunidades y en empresas, se trata de la dominación de la mujer basada en criterios de autoridad. El padre de familia, el pariente cercano, el caudillo, el patrón o el cura fueron históricamente los abusadores de la joven virginal y pese a los adelantos que hemos tenido en los últimos años en cuanto al reconocimiento de los derechos de la mujer, persisten aún comportamientos que la denigran y que merecen el más amplio repudio social y el más severo castigo penal.
Para cualquier persona civilizada y con valores elementales, abusar de sus propias hijas es impensable y resulta espantoso pensar que alguien lo pueda hacer. Pero en esa costumbre de arraigado machismo en la que el hombre, simplemente por su calidad de varón y jefe de hogar, tiene derecho a todo, literalmente, aún persisten prácticas de horror como lo demuestran las estadísticas y, peor aún, el doloroso relato de las jovencitas que han tenido que soportar en silencio el manoseo de quienes por natura están llamados a ser sus formadores en valores, principios y en el significado mismo del sentido de la vida y del amor.
Es, indudablemente, ese tipo de educación sexual la que debe avanzar como contrapeso a la costumbre y tradición del abuso y el sometimiento. Nuestro sistema educativo, no nos cansaremos de repetirlo, necesita reformas que van más allá del capricho inexplicable de una ministra que no atiende ni escucha razones. Necesitamos formación práctica para la vida que debe empezar desde la infancia con la enseñanza de cuestiones fundamentales que remarquen la importancia de la dignidad propia e intrínseca de todos los seres humanos y la necesidad no sólo de defender esos derechos, sino de reclamarlos cuando puedan ser violentados. No hay principio ni noción de auténtica autoridad que pueda tener como sustento el abuso, la arrogancia y la prepotencia que se asocian con la cultura machista que no sólo es propia de los machos, sino también de algunas mujeres que actúan con esos sesgos defectuosos del comportamiento humano.
Educar para la vida y en el respeto a la dignidad humana es un imperativo cívico, ético y moral.
Minutero:
En el día laboral
interpelan sin remanso;
y en el día de descanso
va la protesta teatral