Luis Dí­az, el quetzal en persona


Jaime Barrios Peña

Volvemos siempre a las obras de Luis Dí­az. En especial, «El quetzal en persona», sus óleos-telas «Homo sapiens, Homo faber, Homo arquitectus y Homo naturabilis», y su escultura urbana «Géminis» y sus montajes ambientales, principalmente «Atitlán Guatemala».


Luis Dí­az es un artista guatemalteco total, por tradición y creación; busca y parte de sus raí­ces, pero con un prurito vanguardista y de innovación. Cuando recurre a la abstracción no se queda en la lí­nea frí­a e inerte, sino que aspira a alcanzar la belleza suprema y abstracta en su articulación con la geometrí­a, el espacio celeste y la temporalidad como herencia arcaica y ancestral. El resultado: torbellinos cromáticos girando en órbitas aladas de quetzales que nos transportan a un panteí­smo psicológico, en donde los bólidos incandescentes median entre el cielo y la tierra, entre el sueño y la vigilia y entre las polaridades en donde residen las marcas primeras del hombre. Su diferencia radical con la abstracción primitiva consiste, como dijera Worringer, en una concepción filosófica que demanda en la obra la «cosa en sí­», como jerarquí­a propia de profundo contenido.

La obra de arte en este sentido posee sus propios valores, no se parece a otra sino sólo a sí­ misma. Luis Dí­az tiene en su haber original, una urgencia de penetrar en la intimidad del ser humano que, en su hazaña de existir, nos conduce también a un núcleo dialéctico.

En la plástica de Luis Dí­az, encontramos una necesidad de superar lo orgánico y la tortura de lo cúbico, para llegar a una óptima claridad en la transmisión del mensaje. En consecuencia, la desnudez de sus formas sobre lí­mpidos azules, grises y terracotas conllevan asomos de superficies y volúmenes inconclusos, como si estuvieran resignados al desgarramiento y a la fragmentación arcaica del cuerpo, en espera de rescate por la imagen del otro, o de los otros…, en una inquietante espera de respuesta. Con este esquema se encubren preguntas. Simplicidad de la comunicación de ser a ser, sin intermediarios, más allá del lenguaje.

Su repetición se resuelve en la novedad, busca permanentemente lo inédito imposible, lo que fue real y lo que es ilusorio; remoción del fantasma para llegar al origen. En la expresión pictórica de Luis Dí­az, la repetición más que sí­mbolo o metáfora, es un signo de rebelión que elimina los elementos mediadores. Quiere conmover al espectador sin mediaciones, directamente con signos. í‰ste es el fundamento, no visible, de sus rotaciones y vibraciones que superan el lenguaje convencional.

Luis Dí­az define su estilo combinando y actualizando los rasgos del arte precolombino en nuevas variaciones lineales y maneras coloristas de vanguardia, que se cristalizan en movimientos de transparente fulguración. Estamos frente a su mural: «El quetzal en persona». Nos trasladamos de inmediato, de una superficie clara y perceptible, a una dimensión í­ntima, allí­ donde los sí­mbolos hacen vibrar las voces autóctonas y remotas. La estilización alcanza solvencia y depuración abstracta, como producto de la transposición de la figura original del quetzal en su singularidad más esencial, como portador de libertad y paz. Su expresión más propia es la luz, el blanco cristalino que se desliza en el vuelo de lo pretérito a lo presente y culmina en una rutilante expansión de alas, abriéndose como un lucero en rayos cristalinos.

La sí­ntesis plástica de «El quetzal en persona», en su proceso de depuración figurativa da lugar, además, a un elemento o sostén de la vida, el movimiento puro en su esencialidad que sin perder sus contactos con la tierra de donde proviene, se enraí­za en el color terracota de la raza. El pintor, en su lenguaje poético, transita de la naturaleza a la abstracción, especialmente en este mural y en su escultura. Se hace patente el simbolismo formal de El quetzal en persona, que nos induce a ratificar la necesaria aplicación conceptual de una «metafí­sica del inconsciente», en el intento oculto de separarse de la naturaleza y de la legalidad de sus formas expresivas. Su dimensión invisible, es intuible e inferible a partir del malestar que produce la aproximación a la cosidad y sus medios objetivantes en un novedoso hechizo. Luis Dí­az, en este proceso, no descompone lo real para volverlo a reconstruir, sino para penetrar en su contenido dinámico y sus ondas significaciones. Su más directa expresión plástica, es su no clausura que se abre más y más, como impulsada por una indagación sideral. Lo no visible se alí­a a la estructura í­ntima del acto creador surgiendo como metalenguaje de ubicación pretérita.

En esta apreciación sintética, no hemos hecho más que una especie de asociación libre, para llegar a concretar algunas de los múltiples aspectos que contiene la obra plástica de Luis Dí­az. De una idea estamos seguros, y es que él, en unión de sus compañeros de ruta, escritores y humanistas, son los narradores estéticos testimoniales de nuestra historia presente, que asumen el compromiso de rescatar nuestro ser nacional, con una visión del mundo que sustituya la cultura de la muerte por el disenso constructivo, recuperando la dialéctica de nuestra existencia, la excelencia de nuestras tradiciones y la fe perdida en nosotros mismos.

La obra de arte en este sentido posee sus propios valores, no se parece a otra sino sólo a sí­ misma. Luis Dí­az tiene en su haber original, una urgencia de penetrar en la intimidad del ser humano que, en su hazaña de existir, nos conduce también a un núcleo dialéctico.