Desde el 7 de noviembre está abierta la exposición retrospectiva del escultor Luis Carlos, en la Galería de la Fundación Rozas Botrán, son más de 30 piezas fundidas en bronce que eslabonan la carrera de un artista al que todavía podemos llamar clásico de la escultura moderna: nobles materiales,
Buen oficio técnico, conceptos escultóricos claros, formas estilizadas que se derivan de la geometría y del movimiento, temas paradigmáticos y obras que participan de la intemporalidad.
Formado en la Escuela Nacional de Bellas Artes de México, Luis Carlos (Guatemala, 1952) parece tomar la estafeta de la escultura guatemalteca directamente de Galeotti Torres y llenar en solitario el último cuarto del siglo XX con una obra sólida, coherente y rigurosa, abundante, bien pensada y mejor construida.
No se trata con esta afirmación aparentemente exagerada y tendenciosa de negar la importancia del trabajo escultórico que artistas tan relevantes como González Goyri, Dagoberto Vásquez, Efraín Recinos y Luís Díaz realizaron también durante esa época, sino simplemente de verlo desde una perspectiva histórica-artística y reconocerle desde allí su verdadera dimensión.
Se trata, en efecto, de artistas cuya sensibilidad y espíritu creativo, al igual que sus obras más significativas, se mueven en una esfera de preocupaciones artísticas e ideológicas propias o derivadas de la época revolucionaria que fructifican tardíamente, no sólo en escultura sino sobre todo en pintura e incluso en arquitectura, como afán renovador frente a una tradición —o a una ausencia de tradición— académica, realista, cívica, celebratoria y anecdótica; además de que, por otro lado, tampoco se puede constatar una influencia a la que se pueda llamar decisiva —de maestro a alumno, por ejemplo— en el oficio, el estilo y la temática del escultor solitario que siempre ha sido Luis Carlos.
Es más, desde los inicios de su carrera y de sus primeras esculturas, la obra de Luis Carlos deliberadamente se levanta al margen de toda polémica estética e ideológica; simplemente impone sus formas construidas con la naturalidad y la seguridad de quien no tiene que demostrar nada a nadie.
Así, sin pretender desafiar gustos imperantes con falsas audacias y originalidades a ultranza, sino únicamente confiado en la equilibrada transparencia de las formas geométricas, la racionalidad del diseño y la coherencia rítmica de las líneas y los volúmenes, la nobleza de los materiales y, por supuesto, la más alta exigencia técnica, la escultura de Luis Carlos encarna los valores eternos que moldean, no sin cierta tensión, la vida histórica de la humanidad y de los individuos: libertad, dignidad, amor, solidaridad, paz, armonía, belleza, etc.
De allí que sus esculturas, primero que nada, inserten sus serenas formas geométricas grávidas de material en un espacio que a partir de ellas deja de ser físico y ganen para sí una especie de intemporalidad. Lo que al mismo tiempo viene a instalarse en ese espacio significante abierto por la forma no es una alusión a un ideal o a un concepto sino propiamente la presencia tangible y plena de un ser y sus valores —su deber ser— que ha sido convocado en el acto creativo.
Así, por ejemplo, las esculturas sobre el tema de la familia no aluden al ideal de esa institución social sino que lo hacen encarnar en la solidez del conjunto, en la unidad estilística y semántica en el que encajan a la perfección los diferentes elementos formales que las componen, en el armónico juego de líneas de un diseño dinámico y complejo, en el movimiento y la alternancia rítmicos de los volúmenes y los vacíos que componen su espacialidad intemporal. Y siempre hay algo grandioso en esas presencias convocadas por el artista, ya sea en la figura de una mujer, de un hombre pensando o una deidad indígena.
Por otro lado, no obstante que la mayoría de las esculturas de Luis Carlos se resuelven como figuras, lo que rige en su lento y complejo proceso creativo no es la idea de una representación, sino propiamente el juego de masas, volúmenes y vacíos, de equilibrios y tensiones, de ritmos y amplitudes que resuelven tanto la forma escultórica como el concepto y el significado de la obra. De esa cuenta, sus esculturas son al mismo tiempo el signo gráfico de un lenguaje y el símbolo visible y concreto de una presencia que es en esencia inmaterial e intangible.
Sin duda debido al largo período que vivió en México concentrado en aprender las complejas técnicas del modelado y de la fundición de metales que están en la base de su pensamiento y expresión escultóricos y, luego, de su decisión de dedicarse por completo a ese oficio, pudo Luis Carlos mantener su obra alejada de las posiciones políticas e ideológicas que dividían a la sociedad guatemalteca en aquellos años de la guerra interna y mantenerla dentro de la dimensión técnica y estética del arte.
Mantener esta postura —que no es la del arte por el arte— precisamente en aquel momento histórico y en una sociedad poco dada a apoyar a sus artistas, explica, por otro lado, tanto la necesidad de diversificar los temas y las soluciones formales que alimenta su trabajo creativo como la inevitable y consecuente resonancia que tuvo su obra a nivel internacional.
De allí que en el conjunto de obras creadas entre 1979 y 2013 que reúne su exposición retrospectiva, más que la accidentada evolución de un artista que avanza, por decirlo así, a tientas en dirección a su madurez, encontramos las transformaciones y la diversidad de la que es capaz un artista preocupado, más que de la originalidad y las modas, de la autenticidad y la rigurosidad de su expresión. La unidad y la coherencia de su obra proviene, en efecto, más que del estilo, de la intención estética del acto creativo y de la dimensión ética del proceso formativo: sus esculturas, de cualquier época, de todas las épocas, contienen una afirmación profunda que asienta su verdad en una forma serena en la que se fusiona la lucidez y la sensualidad y que caracterizan a la obra de Luis Carlos como expresión no de una filosofía del arte sino de una sabiduría.