Juan B. Juárez
Imagino la emoción de Edith Recourat cuando descubrió a Francisco Tun, un hombre inasible, huidizo e incomprensible. Ella tuvo que darse cuenta de que no se trataba de alguien que era pintor porque pintaba cuadros bonitos sino porque se expresaba pictóricamente con la espontaneidad y la inconsciencia del que habla con naturalidad en la lengua materna. De allí que ella decidiera ser la intérprete de esas expresiones tan originales que no tenían pretensiones artísticas y la traductora de ese lenguaje tan personal e incontaminado. Y es que Francisco Tun, por sí mismo, era un hecho poético y, como tal, un caso excepcional que iba más allá del talento entendido en el sentido de poseer una singular habilidad para hacer excepcionalmente bien determinado tipo de labores. Con Tun no se podía hacer otra cosa que no fuera dejarlo ser; pretender guiarlo o ponerlo a pintar cosas diferentes de las que espontáneamente pintaba era más bien confundirlo, que, creo, fue lo que al final sucedió.

Menciono el caso extremo de Edith Recourat y Francisco Tun para abordar el tema de lo que cabe hacer ante la presencia del talento. Sucede que de vez en cuando a todo crítico de arte se le presenta alguien con muestras palpables de sus singulares habilidades en busca de orientación y consejo. Uno se da cuenta que no hay humildad en el gesto, pues quien así se presenta también busca la confirmación de su talento, que, por otro lado, él sabe muy bien que lo posee, aunque no sepa qué exactamente hacer con él, al grado de haberse vuelto una virtud ambigua e incómoda que lo hace tropezar con los sólidos muros de la incomprensión y la indiferencia cuya aridez no la atenúan ni siquiera las flores parásitas en las grietas de la cortesía.
El hecho concreto es que LUARTA (pseudónimo hermético que por el momento sólo esconde ansias) me mostró sus dibujos abstractos y realistas, a lápiz y carboncillo, sus pinturas y fotografías con el gesto de «no entender por qué». Debo confesar que su habilidad para dibujar me impresionó lo suficiente como para concederle a su talento mi fe y mi confianza: un retrato de Tasso y una réplica de la Gioconda cuya virtuosa solución estaban más allá de las expectativas que uno puede tener con relación a un artista en ciernes. Y a la par de estas obras, otros dibujos realistas realizados con igual esmero virtuoso. Pero fueron sus dibujos abstractos los que terminaron de convencerme y de contagiarme ese «no entender por qué».
El dibujo es la técnica más cerebral de todas las artes plásticas. Su cultivo, además de la motricidad fina, tiene que ver con la observación de la realidad. En otro estadio, al servicio de la imaginación y las ideas, adquiere sus definitivos filos críticos, sus sutilezas intelectuales y de concepto y sus altos vuelos líricos, sin perder nunca su convincente componente emotivo, aunque no sea esa su cualidad dominante. Por decirlo de otro modo, el dibujo, aunque sea imaginativo, tiene una pretensión de verdad que no tiene, por ejemplo, la pintura, y es quizás esa especie de franqueza para mostrar las cosas lo que hace que no sea muy apreciado en nuestra época evasiva y estridente: El dibujo no esconde ni disimula: muestra.
Quizás no es difícil reconocer el talento para dibujar pues, cuando existe, sencillamente se impone y a uno, sea crítico de arte o simple persona sensible, no le queda más remedio que aceptarlo. Para el que lo posee, el camino a tomar no se limita al cultivo de las habilidades y las técnicas, sino, junto con eso, se debe asumir como propia la vocación del dibujo y la esencia del dibujar: mostrar, no tanto a los ojos sino a la conciencia, y cuando digo conciencia no me refiero exclusivamente a la social sino, en el verdadero sentido, a la filosófica. Y es que el dibujante no se define sólo por su habilidad sino, además y sobre todo, por su actitud. Quizás por su cercanía con la verdad, el dibujo obliga a tomar decisiones frente a lo que se dibuja. Los temas no son nunca pretextos para mostrar habilidades individuales y singulares sino propiamente lo que de verdad tiene el tema. Se me vienen a la mente los dibujos de Ramón ívila, los de Ramírez Amaya, los de Alejandro Urrutia en quienes el dibujo es el lenguaje en que se expresan cotidianamente, en el que muestran cosas de una manera que están más allá del talento técnico y del oficio.
Pero admito que LUARTA tiene talento. Como yo, en lo personal, no creo tener la capacidad para aconsejarlo acerca de qué exactamente hacer con su talento, propongo que observemos su evolución, que, en la medida de lo posible, estimulemos su trabajo, que fortalezcamos su confianza, que lo dejemos hacer lo que le manda su instinto de dibujante, que lo dejemos apropiarse plenamente de ese lenguaje tan cercano a la verdad. Por mi parte, abrigo la esperanza, fundada en su talento, de que su pseudónimo sea señal inequívoca de obras significativas.