Hace casi seis años, fue en el lejano Oriente. Se le denominó influenza aviar. En aquellas semanas, la virulencia de los microorganismos se tradujo en decenas de muertes y se nos ofrecía la misma explicación de ahora. Solo que en estos momentos el «vector» no son las aves migratorias, sino que son los cerdos. De ahí la denominación adoptada: «gripe porcina». Se nos decía entonces como se nos dice ahora, que un virus mutó de los cerdos a los humanos.
En tanto el mundo y sus devaneos se debaten alrededor de la crisis económica mundial. Ahora, en esta parte del mundo. En territorio de nuestros vecinos aflora la sombra de la muerte inusitada por una «gripe» cuyas altas fiebres y otros síntomas vulneran al conjunto extremo de la población más débil, (niños y ancianos), pero sin dejar de atacar a cualquiera. Sin discriminación.
Cada cierto tiempo los virus, esos organismos minúsculos cuya capacidad de cristalizarse para «protegerse», que les hace auto aletargarse por largos períodos, nos recuerdan cuán poderosa es la naturaleza y cuán falsamente es nuestra arrogancia de asumirnos como las máximas criaturas de la creación. O las máximas criaturas de la evolución.
Para muchas personas en estos momentos, la crítica situación es el debate entre la vida y la muerte. Otros, por su parte se aprisionan en sus complejas redes de poder. Sus luchas por alcanzarlo o sus afanes por no perderlo. O su jactancia por limitar, obstaculizar su ejercicio.
La guerra ahora se extiende al campo sanitario. A este «teatro de guerra» caracterizado en su momento por los ataques terroristas, luego con las envestidas del crimen organizado, se agrega el ataque de los virus. Renovados, más fuertes, generadores de unas cepas sólidas frente a los antibióticos y otras formas de lucha para minimizar su reproducción y con ella la muerte humana.
A la angustia de una sobrevivencia marcada por la incertidumbre derivada de la violencia también galopante, se agregan las dudas por un tipo de muerte a la cual no hay preparación emocional que alcance. Cuando se nos «toca» en la salud, los desequilibrios son generalizados. Su impacto es en múltiples frentes, es decir de manera simultánea. Su efecto es devastador.
La serie de esfuerzos emprendidos nos recuerdan nuestras limitaciones como criaturas en medio de un planeta al que paulatina y sostenidamente le hemos quitado, sustraído y carcomido su entorno protector. Un planeta que se empieza a revelar hostil frente a nuestras desmedidas ambiciones. Y aún así, el apologista de la individualidad y del uso los recursos ironiza sobre el calentamiento global, sobre la infinita proporción de los recursos naturales y su entronización en la testarudez.
Este renovado ataque de los minúsculos organismos en los que también se origina o se originó la vida misma, nos deben hacer reflexionar sobre la saturación de nuestras codicias. Ellas también están llegando a un límite. Ahora debiéramos ver hacia nuestros semejantes como aliados. Ahora debiéramos optar por construir relaciones de respeto, fraternidad y equidad en medio de esta nueva crisis que amenaza ser aún más pronunciada que la padecida en Camboya, China, Indonesia, Japón, Laos, República de Corea, Tailandia y Vietnam.
Las autoridades de la Organización Mundial de la Salud recién elevaron el nivel de alerta a un punto nunca antes llevado. Del 3 al 4 en una escala de 6. En la medida de lo posible se habrán de aumentar las medidas generales de higiene. Consultar inmediatamente al médico más próximo. El otro gran enemigo de nuestra tranquilidad en estos peculiares casos es el pánico. No hay que dejar que éste se apodere de nuestra colectividad. Las características apuntan a una pandemia. Ojalá no se presente como se está vislumbrando en el marco del pesimismo más pronunciado.