¿Oíste los ruidos de anoche?, le preguntó Enrique a su hermano Arturo la mañana del sábado, mientras ambos desayunaban para la jornada. Sí, pero no supe qué era. ¿Venía de la calle o fue en la casa de la vecindad? Preguntó a su vez el joven. Como vos dormís en el cuarto que da al patio no oíste bien. Era el llanto de una mujer o un niño. Venía por el callejón del Brillante, pasó por la ventana de mi cuarto y siguió por el camino que sale para Chinautla.

Qué raro, pero anoche fue la primera vez que lo oíste, porque yo no lo había notado antes, repuso Arturo. Sí y me preocupa porque vos sabés que las patojas salieron tarde ayer de la iglesia. En lugar de desayunar mejor voy a ver si no les pasó algo, dijo Enrique mientras dejaba el plato con frijoles parados y huevos revueltos, acompañados por un buen trozo de queso fresco y un poco de chirmol con chile. ¿A dónde vas? Le preguntó su madre, se te va a enfriar la comida y tenés que irte rápido al almacén porque si no te va a regañar el alemán. Enrique trabajaba en uno de los principales almacenes de la ciudad como dependiente, precisamente en uno situado en la Sexta Avenida.
No se preocupe mamá. Voy rápido donde Teresa y regreso. Si no me da tiempo, no desayuno, le indicó el joven. ¡Ah! ¡Qué bonito! Como si no les alcanzara el tiempo para hablar de los anteojos del gallo. ¿Creés que doña Irma te va a dejar ir a molestar a la patoja tan temprano? Sentáte y comé, que ya es tarde. Apurate vos también, le dijo a Arturo.
No me regañe por culpa del Enrique, yo ya me voy al taller, le respondió el muchacho mientras se iba corriendo a lavarse. Arturo trabajaba en un taller de carpintería en la Avenida de San José.
Si tu padre viviera ya te hubiera regañado, insistió doña Alba para instar a Enrique a que la obedeciera. Pero, cuando ella observó el muchacho se había ido antes que Arturo, pero en dirección a la calle. ¡Claro! ¡Si los frijoles y los huevos los regalan, la única que ha perdido el tiempo he sido yo! ¡Pero hoy los castigo, no hay almuerzo! Dijo indignada doña Alba. A mí no me castigue por el Enrique, volvió a decirle Arturo. Terminá de arreglarte ya, ordenó la señora.
Enrique, entre tanto, ya había llegado a la casa de Teresa. Tocó con impaciencia la puerta. Doña Irma salió con prisa, pensaba que era algo importante, de otra manera no tocarían así. Cuando vio a Enrique le dijo: Ya venís a molestar a la patoja. ¿No se vieron anoche? ¿Está bien Teresa? Es que anoche oí un llanto de mujer o niño y pensé que, como ellas se quedaron hasta tarde en la Parroquia les podría haber pasado algo, le dijo el joven. Tenés razón, yo también lo oí, pero no te preocupés, las patojas vinieron bien y temprano, le respondió doña Irma. Teresa, tu novio vino a buscarte, que te acompañe al trabajo. Efectivamente, Teresa ya estaba lista y salió a ver a Enrique. Ella trabajaba también en la Sexta Avenida, en uno de los hoteles establecidos allí. Como no hubo incidentes, los jóvenes se fueron hablando de sus planes para el futuro, cuando lograran casarse y de las actividades de Teresa en la Parroquia para la próxima Semana Santa.
El siguiente viernes, Enrique llegó tarde otra vez a su casa. El propietario había decidido que se realizara un inventario cada fin de semana, para llevar un control exacto de las cosas.
El muchacho se había pasado todo el día contando pañuelos de seda, sombreros de dama, zapatos para caballero y muchas otras cosas más. Ese sombrero verde le quedaría muy bonito a Teresa, pensaba mientras preparaba su cama para acostarse. De repente, escuchó otra vez el llanto, percibía claramente cómo se aproximaba como llegando de la iglesia en dirección a la salida para Chinautla. Yo voy a ver qué pasa, se dijo. De repente, un apagón dejó a oscuras la habitación. El llanto se hizo tan triste, tan acongojado, pero a la vez tan estremecedor, que se sintió paralizado. Mientras Enrique reaccionó, el sonido del llanto se alejó.
Enseguida, la corriente eléctrica se recuperó. La luz de la habitación se encendió y la puerta del cuarto se abrió. Era Arturo que llegó sorprendido a ver a su hermano.
¿Vos, oíste el llanto? Le preguntó Arturo. Sí, pero me estremeció, le dijo Enrique. Yo venía a tu ventana para ver quién pasa llorando a estas horas, es la media noche, pero cuando se fue la luz y volví a oír el llanto, me quedé como de piedra. A mí me pasó lo mismo, aceptó Enrique.
A la mañana siguiente, los dos hermanos continuaban con la curiosidad. Al amanecer salieron a la calle y lograron ver unas manchas de sangre en la acera, frente a la ventana. Parecían indicar el rastro de una persona herida, que iba desde la iglesia en dirección a la salida de Chinautla.
Averigüemos qué pasa, le dijo Arturo a Enrique. Yo voy a preguntar a los vecinos, le respondió el hermano. En bata, ambos jóvenes empezaron a tocar las puertas de sus vecinos y a preguntar. Los vecinos, primero estaban molestos, porque llegaron a molestar muy temprano, pero en cuanto supieron el por qué, todos comentaron lo extraño del llanto y lo atemorizados que se sintieron cuando, al ocurrir el apagón, todos sintieron el escalofrío de la inmensa tristeza que se percibía en los gemidos.
Un anciano, el único de toda la cuadra que siempre había vivido en la Parroquia, les indicó que era el Niño Jesús que salía a bendecir a todos los habitantes del barrio los viernes de Cuaresma. Los jóvenes, extrañados, le preguntaron por qué no se había escuchado en la Cuaresma del año anterior. Es que la gente se había vuelto muy mala. Acuérdense que teníamos malos vecinos, les respondió, aludiendo a una cantina que se había establecido en una de las casas del vecindario, pero cuyas puertas habían sido cerradas unas semanas atrás. Seguramente en ese lugar no había nadie que respetara la Cuaresma y, por eso, el Niño no salía a visitar a la gente.
Los muchachos no quedaron tan convencidos de la respuesta de don Luciano, pero regresaron a su casa antes de que se les hiciera demasiado tarde para llegar a sus respectivos trabajos. Como siempre, Enrique se encontró en la alameda frente a la iglesia, para acompañar a Teresa a su trabajo y encaminarse, luego, al de él. Arturo, más joven y menos interesado en formalizar la relación con Eugenia, la prima de Teresa, se iba pronto a la carpintería. Como iban apresurados, no observaron que las manchas de sangre ya no estaban en el pavimento.
Teresa continuaba en sus labores en la Parroquia, a la que le ayudaba Eugenia. Estaban trabajando en las celebraciones de la Semana Santa, para lo cual ocupaban las tardes de los viernes de Cuaresma, después del vía crucis y, ambas, antes de regresar a su casa le pedían al Niño Jesús que les ayudara a lograr sus respectivos matrimonios.
Una vez más, la medianoche del viernes, las personas del barrio escucharon los gemidos y el llanto. Teresa y Eugenia, aprovecharon para pedir de nuevo que, si era la voluntad del Niño, que ambas lograran casarse con sus novios. Enrique, quien amaba profundamente a Teresa y deseaba alegrar la viudez de su madre con nietos, pidió lo mismo. Arturo, en cambio, le pidió al Niño poder establecerse con su propio taller.
Al finalizar la Semana Santa de ese año, Enrique fue ascendido en el almacén por su buen desempeño en el trabajo y logró casarse. Su patrón estaba tan contento con su labor que le dio un regalo de bodas en dinero. Enrique, en vez de gastarlo todo, le hizo un préstamo a su hermano, quien pudo establecerse en una pieza que alquiló junto a la casa de su madre, con un taller que bautizó con el nombre de “Niño Jesús”. Eugenia vio más cercana la boda con Arturo, pero él le contestaba. Espera a que el taller produzca un poco más y ella esperaba.
Los vecinos dijeron que los hijos de doña Alba tenían suerte y algunas jóvenes tenían envidia de Teresa y Eugenia, pero los cuatro jóvenes siempre respondían: “Fue gracias al llanto del Niño Jesús”.