Los últimos días de Adolfo (Fito) Mijangos y de nuestra oficina


Jorge-Mario-Garcia-Laguardia

Ahora que se cumplen años del asesinato de Adolfo Mijangos, vienen a mi mente recuerdos de aquellos últimos meses y del día mismo de su muerte. Que no me resisto a relatarlos.

Trabajamos juntos, desde su regreso de Francia, cuando se incorporó a la oficina, donde nos cobijaba y protegía nuestro querido amigo y maestro Héctor Zachrisson Descamps, en el Edificio Horizontal de su propiedad, en la 4ª. avenida y novena calle de la zona uno.

Jorge Mario GARCÍA LAGUARDIA


En ese momento el grupo se integraba por Héctor; su íntimo amigo, Luis Quezada: Arturo Fajardo; Fito y yo.  Ocupábamos un piso completo.

En 1962 por inspiración y vigor ejecutivo de Manuel Colom Argueta fundamos un movimiento político del que recuerdo a Manuel, Francisco Villagrán Kramer, Alfredo Balsells Tojo, Héctor Zachrisson Descamps y Roderico Segura.  Un grupo de orientación socialdemócrata, que se llamó Unidad  Revolucionaria Guatemalteca.  Al regresar Fito de Francia se incorporó inmediatamente  al partido y por supuesto al grupo de dirección, en el que enriqueció al pequeño núcleo superior de un partido sin gran organización, que después Colom Argueta estructuró mejor al ganar la alcaldía de la capital.

El año de 1970 habíamos participado con Fito como candidatos a diputados en alianza con la Democracia Cristiana, en esa época corrida hacia el centro izquierda.  La única diputación que ganamos fue la de Fito, aunque participamos en varios departamentos.  Yo perdí después de una emocionante campaña para mí que por primera y única vez hacía eso.  Me faltaron quinientos votos para entrar por minoría.  Cada vez que paso por Quetzaltenango, abrazo a todos los que conozco, con gran afecto, porque pienso que son los que votaron contra nosotros y llevaron al poder a la extrema derecha empresarial militar.  A esos quinientos les debo la vida.

Fito hacia una diputación muy conflictiva y con gran protagonismo.   Escribíamos en Diario El Gráfico de nuestro amigo Jorge Carpio, una columna de opinión al  alimón, que nos había pedido.

Una tarde de diciembre de 1970 la secretaria me comunicó que Fito quería hablar conmigo en su oficina de junto.  Me trasladé y ahí encontré a Ernesto Zamora Centeno, quien era el presidente del Congreso, miembro del Movimiento de Liberación Nacional, gran amigo de Fito desde sus años del Instituto Central.  Nos dijo, repetido para mí, que Fito corría peligro y que habían decidido asesinarlo.  Yo también,  dijo,  debía cuidarme.  Al retirarse Ernesto, le comenté a Fito que la prevención que le hacía Zamora era muy encomiable y leal de su parte y por su posición, a mi parecer, absolutamente cierta.  Que debía cuidarse mucho y por supuesto yo también.   Días después, llegando a la oficina en el elevador, encontré a Rafael Pantoja, antiguo y querido amigo desde los años de la Facultad de Derecho de nuestra época, quien visitaba a Fito y me invitó a estar en la reunión con él.  Pantoja, era también diputado por el Partido Revolucionario, del cual era uno de sus principales dirigentes.   De nuevo le repitió la misma prevención que Zamora le había hecho.  Cuando se retiró yo le dije a Fito, que el asunto era más delicado de lo que él consideraba, a lo que me respondió que yo si debía tomar precauciones especiales, pero que él consideraba que dada su condición de invalidez parapléjica, creía que a él no lo tocarían.

Adolfo era persona de muchísimos amigos.  Sus mejores de esa época acostumbrábamos reunirnos el 25 de diciembre en su pequeña casa de la Finca El Zapote que Zachrisson le proporcionaba.  Ese 25, estuvimos ahí, José Barnoya, Alfredo Balsells Tojo, Ángel Valle Girón y yo, con nuestras esposas.  Barnoya me contó que al llegar Fito le había enseñado una postal ensangrentada que le habían enviado, que a mí que llegué después no me enseñó.  Cuando nos despedimos nos dimos cuenta, que alguien había llegado a poner en la puerta de la casa una corona de muerto.

Al día siguiente conversamos con Adolfo y yo le informé que mi viaje a México que tenía programado para los primeros días de enero, porque el 13 se había fijado para mi examen de grado doctoral en la UNAM lo había adelantado y que me iba antes de Año Nuevo.  Le propuse que se fuera conmigo, yo iba en mi carro, que nuestro queridísimo amigo Mario Monteforte Toledo, seguramente nos recibiría en su casa y que pasaríamos unos inolvidables días de conversaciones con Mario y su exuberante personalidad de siempre.  Adolfo me insistió que él tenía compromisos en el Congreso que no podía eludir y que le parecía excelente que yo adelantara mi viaje.  Así lo hice.  Mi familia me acompañó a Tapachula y al día siguiente seguí solo para la Ciudad de México, camino que he recorrido decenas de veces en todas sus vertientes.  Mi esposa y mi cuñada llegaron en enero días antes de mi examen.
La ceremonia fue el trece de enero de cinco de la tarde a ocho de la noche.  Mi querido maestro y tutor quien dirigió mi tesis sobre CENTRO AMÉRICA EN LAS CORTES DE CÁDIZ, don Mario de la Cueva había integrado un tribunal de primer orden: el mismo que lo presidía, Luis Recasens Siches, Alfonso Noriega, Andrés Serra Rojas y el Secretario del Doctorado.  Después del acto yo había organizado una pequeña recepción en casa de uno de mis amigos residentes allá, a la que asistió Alaide Foppa, queridísima amiga de la cual mi esposa había sido secretaria aquí en el Instituto Italiano de Cultura que ella fundó, y en México en una muestra de apoyo afectuoso a nuestro precario exilio.  En el radio, camino a la reunión, había escuchado la terrible noticia del asesinato. 
Allí se inició, con peripecias que en otra oportunidad contaré, mi segundo y más largo exilio mexicano, en el cual me incorporé al Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM; invitado por mi querido maestro y amigo Héctor Fix Zamudio.

Nuestra oficina se clausuró.   Las secretarias no debieron seguir escapando de los sicarios que por largos meses las hostigaban y amenazaban.  ¿Dónde estarán hoy?