No cabe duda que la sociedad, el mundo y las personas viven bajo el signo del cambio y tanto acelere no hace sino exigirnos una capacidad de adaptación como nunca quizá ha existido. Este dinamismo tiene su lado amable cuando pensamos por ejemplo en los adelantos de la tecnología, la medicina y el bienestar en general, pero también es perniciosa en lo relativo a la construcción de armas letales, el ánimo de lucro desmedido y una cierta «idiotización» vital.
Fijémonos en el segundo caso: el ánimo de lucro desmedido. Aunque la codicia, la avaricia y el egoísmo no la hemos inventado en el siglo XX, hay que reconocer que nunca como hoy existe un sentido de individualismo desbordante que conduce a las personas a intentar medrar sin reparar mucho en los medios. No hace mucho tiempo, por ejemplo, las personas no experimentaban con tanta agudeza el sentido de la frustración por no conseguir bienes materiales: un carro, una casa elegante y propia o viajes al extranjero. Ahora, sin embargo, hasta los niños se sienten deprimidos si no reciben juguetes costosos o aparatos tecnológicos que les dé bienestar.
La televisión, dicen los expertos, ha exacerbado la apetencia por lo material hasta el punto que la posesión de este bien se constituye en absoluto. Los niños, por ejemplo, que asimilan los valores de los adultos, aprenden a medir a las personas también por lo que tienen, la marca de ropa y la apariencia personal.  Así, caemos en un mundo en el que el imperativo principal es el tener para aparecer, deslumbrar y tener valía.
Esta apetencia sin límite es uno de los estímulos principales para el lucro desmedido e inmoral. No sólo quiere tener a cualquier precio el dueño de Microsoft que desvergonzadamente aplica políticas comerciales inmorales, sino también el burócrata que se lleva las hojas de la oficina para su casa. Estafan los restaurantes cuando venden la comida a precio de oro (sin calidad y cantidad), los dueños de las maquilas que no pagan a tiempo y de manera justa y hasta el Estado que no asegura a sus trabajadores. Vivimos en el reino de la competencia horrorosa de «quién estafa más».Â
Es una competencia o un juego del que todos tenemos alguna conciencia. El juego es el siguiente: «Juguemos a que usted no me paga bien, pero a cambio yo finjo que trabajo como usted desea. Juguemos a que usted me estafa con la gasolina, pero yo lo estafo robándome el producto en su Tiger Market. Juguemos a que usted me paga mal por lavarle el carro y yo se lo dejo medio sucio». Todos jugamos. Juegan también los delincuentes y los jóvenes mareros: «Juguemos a que usted como Estado no me ayuda y usted como ciudadano no hace nada por mí y yo a que lo secuestro y le envío por parte el cuerpo de su ser amado».
Vivimos en el mundo del lucro desmedido y en el que muchos no tienen vergí¼enza de delinquir. Son desvergonzados no sólo los que asaltan buses, sino también los diputados, burócratas y empresarios que roban sin menor escrúpulo. La meta es siempre la misma: obtener el mayor dinero posible a cambio de nada (una firma, una negociación o una omisión).Â
Lejos quedó el tiempo en que la frase «pobre, pero honrado», tenía sentido y era digna de orgullo pronunciarla. Ahora los tiempos han cambiado y lo que cabe decir es más bien: «soy pobre y me llena mucho de vergí¼enza porque serlo es signo de fracaso y también de poco éxito». Qué desgracia.