Los recuerdos


Ren-Arturo-Villegas-Lara

Una frase del gran escritor peruano, José María Arguedas, en la novela “Los Ríos Profundos”, dice que siempre llega el momento en que los detalles de los pueblos empiezan a formar parte de la memoria; y esa persistente recurrencia a la memoria, significa que ya todo cambió; que de lo que fue, ya sólo quedan los recuerdos, que al final de cuentas, como sentenciara un personaje de Rulfo, de todos modos terminan por olvidarse.

René Arturo Villegas Lara


En Chiquimulilla, existió una iglesia católica que, según cuentan, se le conocía como la Catedral del Sur. Creo que tenía las dimensiones de una Catedral, quizá de uno 125 metros de largo por unos cincuenta de ancho. Fue construida en el siglo XVII y se destruyó para el terremoto que arrasó la ciudad de Cuajiniquilapa, parece que en el primer cuarto del siglo XX. Así fue como nosotros también teníamos nuestro templo derruido, así como las ruinas de la Antigua Guatemala, que según la idea del maestro, Hugo Cerezo Dardón, no debían ser restauradas y que conservaran el sabor de lo que fue. Pero, el tiempo pasó y toda la parte de atrás de la Catedral del Sur, que ya eran ruinas del tiempo pasado, con sus arcos, sus grandes ventanales, sus gruesas paredes de metro y medio de ancho y las cúpulas de cal y canto, se fueron perdiendo con cada cura que llegaba a administrar la iglesia, hasta que desaparecieron, sin que alguna autoridad cultural se preocupara de conservar los vestigios de ese templo. En Quetzaltenango, a la par de la fachada de la nueva catedral, se conserva la de la catedral colonial y aún resuenan los gritos del doctor Cirilo Flores cuando la turba lo linchó sin misericordia alguna y frente al Altar Mayor. Como que eso de los linchamientos ya es cosa vieja. En Chiquimula, se conserva la famosa Iglesia Vieja, también  construcción colonial, víctima también de otro terremoto, sólo que aquí la cuidan como una verdadera reliquia histórica. Precisamente a esta Iglesia Vieja, el poeta y abogado, Héctor Manuel Vásquez, le compuso un poema que se llama La Iglesia Vieja. Héctor Manuel fue amigo y compañero de estudios en la Facultad de Derecho y cuando se reunían en la casa, se le pedía que declamara La Iglesia Vieja y se notaba el sentimiento que le ponía a sus versos. Y es que escuchar en labios del autor un poema que guste, es un privilegio. De viva voz recuerdo haber escuchado a Miguel Ángel Asturias con su poema “Es el Caso de Hablar”; y cómo me hubiera gustado escuchar de Neruda el “Poema 20” o de Barba Jacob su “Canción de la Vida Profunda”. Y volviendo al caso de la Catedral del Sur, quizá sólo sus campanas van quedando excluidas de la memoria, porque la grandotota sigue dando dobles cuando alguien se muere, aunque sonarla de forma intermitente para anunciar que un rancho se estaba quemando, sí ya es memoria, porque apareció un cuerpo de bomberos que se ocupa de esos siniestros, de manera que también lo es el recuerdo de don Óscar Melgar, que sólo oía tres veces el Dom-Dom-Dom, y se iba en carrera para el lugar del fuego, pidiendo que le pasaran las cubetas llenas de agua porque no se conocían los hidrantes ni las bombas ni las mangueras. Este Dom Dom también se escuchaba a las doce del día y Gabino, el sacristán, sabía el minuto en que la tenía que sonar porque en el reloj de sol que estaba pintado en la pared del costado sur,  la sombra de un gran clavo se proyectaba sobre el número 12 y debía  hacerse saber a los vecinos que ya empezaba la tarde. Si Gabino no tocaba las 12, los maestros no dejaban que nos fuéramos a nuestras casas, aunque en nuestros bolsones ya estuvieran guardados los cuadernos de papel manila, el libro La Tierra del Quetzal de Arévalo, la pizarra y el pizarrín. Dicen, pero sólo dicen porque no hay pruebas, que antes existieron unas campanas acuachadas, en número de seis, algo pequeñas, que les llamaban volteadoras, porque estaban unidas por un eje que las hacía dar vueltas y producir un ruido de conjunto. Esas campanas fueron a parar al curato de Guazacapán, otro pueblo viejo y de estirpe xinca, que aún suenan cuando sale  el rezado de la Virgen de Concepción, en el mes de diciembre. Y todo es ya memoria: ya no está la larga alcantarilla que construyeron los españoles y los indios para traer el agua potable desde las entrañas del Tecuamburro; ni los estanques en donde la gente se proveía de agua llenando cántaros que fabricaban en Ixhuatán; se extinguieron los refrescantes baños de Champote, de Uchapí o la Pila de Santa Catarina, y ya no existen porque talaron los bosques húmedos de los alrededores y que permitían las proliferación de los jutes y que creciera la Santa María que había que echarle al caldo para que no doliera el estómago. “Los jutes dan pasmo”. Decía mi abuela Chabela. Quizá de todo lo de antes ya sólo quede la casa solariega de la maestra, doña Reina Flores, que en el portón por donde entraba la carreta de bueyes, tiene estampado el año en que se construyó: 1919. Aunque… afortunadamente queda y existe la bendita memoria.