En un país tan profundamente desigual, es fácil definir la estratificación socieconómica de su población; desde una mirada muy amplia se puede decir que los muchos son los que tienen poco o casi nada, viven en la mayoría de departamentos de occidente, norte, sur y oriente, generalmente coincide esa matriz de pobreza con la distribución de la población indígena.
Los que tienen a medias representan un porción pequeña de la población, su importancia radica en que su poder adquisitivo dependiente, les hace ansiar poderosamente la ilusión de tener más y más, tanto como el dueño de los medios de producción, y por lo tanto es la caja de resonancia de la ideología dominante, es la que sostiene un sistema de valores políticos y religiosos en general conservadores, esta porción se aloja en la gran área metropolitana de la capital así como de algunos de los cascos urbanos de algunas de las principales ciudades como Quetzaltenango. Finalmente está la mustia y rancia minoría oligárquica de la que no diremos más que eso. Esta estratificación permite identificar hábitos de consumo, patrones culturales e incluso valores políticos; si esa lectura de la realidad se cruza con el mapa de votantes en las reciente elecciones, se obtiene un área de los conjuntos en la que coinciden ciertas variables como ubicación, tipo de actividad económica y por lo tanto se puede percibir su sistema de creencias y aspiraciones. Dicha región resultante del cruce de conjuntos representó dos millones trescientos mil votantes en la reciente segunda vuelta, esos son los votantes de Otto Pérez, personas que viven en la región capitalina metropolitana que incluye el econurbado municipio de Mixco donde el alcalde ganador fue su hijo. Es en esos dos millones y tanto donde impactó con profundidad y arraigo el bombardeo de la publicidad de los medios masivos de comunicación que seducen con el modelo de bienestar y felicidad ligado al compro y luego existo, me endeudo y luego se verá. En ese estrato de población es donde el anzuelo del mensaje naranja sostenido ya en dos campañas electorales, de ofrecer la mano dura de la seguridad, fue tragado fácilmente por los miles de peces ansiosos de un tipo de acción reaccionaria que clama castigo y que defiende la propiedad privada, no porque la tenga sino porque la aspira como valor. Clasemedieros y áreas populares metropolitanas son los que repican y anhelan la arenga neoliberal de la propiedad privada y el mercado sin tener conciencia de la trampa; son los que confluyen en las miles de iglesias protestantes y que oran y oran para no sucumbir a la contradicción que les ocasiona el deseo y el pecado al mismo tiempo, son los que están en contra de la pena de muerte, excepto si es para un marero o un ladrón, situación en la que ellos mismos se apuntarían al linchamiento. Esta semana me topé con dos votantes de los dos millones trescientos mil que le valió al Patriota el triunfo. La primera, mujer que concluye los treintas aunque la vida de pobreza la hace ver como quien roza el final de los cuarentas, separada con hijas, asistente de consultorio dental, viaja todos los días de uno de los municipios que giran alrededor de la capital hacia la zona diez, con ambigua posición característica del cristiano evangélico declara tranquilidad porque triunfó Otto Pérez. El mensaje fino y certero de su pastor así como el de los medios, la dispuso perfectamente para anhelar seguridad. El segundo caso, dos locutores de un programa radial que se transmite los viernes por la tarde. En dicho espacio de dos horas los personajes se dedican a platicar sin contenido, solo intercambiando una serie de diatribas recalcitrantes que reflejan sus creencias doblemorales y religiosas en una suerte de exaltación de una falsa identidad nacional que enarbola la prepotencia del capitalino. La última de sus alocuciones empezó con la expresión “ya tenemos presidentón Pérezâ€. El mapa de participación electoral se distribuye, pues, entre pobreza e inseguridad; ganaron los inseguros.