Los prisioneros y la ética de la guerra


José Barrera

Siempre he creí­do que el respeto a un prisionero delata la altura y justicia de una causa, pero más que nada de quienes la impulsan. La vida e integridad de una persona, de aquella que está en manos de sus enemigos, debe ser garantizada y respetada. Y esto aun en la guerra o, mejor dicho, sobre todo en la guerra. Cualquier ideal pierde mucho de su fuerza si quienes lo representan maltratan a sus enemigos al tenerlos prisioneros. Por eso es inaceptable lo que sucedió en la base de Guantánamo, Cuba, por parte de las fuerzas armadas de Estados Unidos, o bien en las mazmorras de los ejércitos de Guatemala o Chile durante los conflictos armados recientes.


Recuerdo haber leí­do alguna vez, hace un par de años, un reportaje sobre la muerte terrible, el linchamiento sanguinario de que fueron ví­ctimas dos jovencitos judí­os, dos reclutas que cayeron en manos de milicianos palestinos. Y asimismo recuerdo reportajes donde se detalla el maltrato cruel que frecuentemente padecen los palestinos en manos del Ejército o policí­a israelí­. Ambos bandos destruyen sus ideales al actuar así­. También en medio de la más cruenta disputa debe haber legalidad y sentido común. El odio siempre es enfermedad. Los convenios de Ginebra, Suiza, y sus protocolos adicionales «son piedra angular del Derecho Internacional Humanitario».

No es de hombres, no es de seres civilizados, no es de «demócratas» ni de «revolucionarios» golpear, escarnecer, torturar, humillar y, en última instancia, asesinar a quien se encuentra desarmado, solo e incapaz de defenderse. Quien hace algo así­, aunque pueda argumentar que cumplí­a órdenes o que lo hizo por defender sus ideas y valores, no es más que un criminal, un cobarde, un ser despreciable y sin honor. Quizás sea preferible perder una guerra a ganarla inhumanamente. Toda guerra es inhumana, pero eso no significa que se deba aceptar que suceda cualquier cosa. Cuando la inhumanidad se vuelve polí­tica oficial todo está perdido. Cuando el Estado apoya la tortura la sociedad se pudre.

Y decimos todo lo anterior porque hace algunas semanas murió en Cuba, después de una huelga de hambre de 85 dí­as, el disidente Orlando Zapata Tamayo, un humilde albañil, un joven negro que tuvo la osadí­a de oponerse a la todopoderosa dictadura castrista. Este disidente fue maltratado en las cárceles durante años, golpeado y humillado de manera tal que, quien al principio tan sólo era un opositor, se transformó poco a poco en un rebelde, un hombre indomable que debe de haber sorprendido a sus mismos verdugos. Ellos, con sus golpizas, lo convirtieron en un enconado enemigo del castrismo. La intención de sus captores, con el maltrato que le dieron, fue quebrarle el espí­ritu, vencerlo por dentro, pero no pudieron. Teniendo todo en su contra, este humilde trabajador les dio a sus captores una lección de valor y civismo, porque es civismo hacer lo que Tamayo hizo, defender lo que muchas veces los «educados y leí­dos» no hacen por miedo, confusión o conveniencia: defender los Derechos Humanos, la Libertad y, entre ellas, la libertad de hablar y decir lo que uno piensa sin temor a represalias o discriminación. Ellos -sus captores- creyeron que por ser un obrero de color nadie iba a protestar. Se equivocaron.

Amnistí­a Internacional, desde mucho antes, habí­a declarado «preso de conciencia» a Tamayo y a otros disidentes cubanos. Tanto Orlando Tamayo como sus compañeros representan en la isla una oposición pacifista, pues en ningún momento plantean métodos violentos en su lucha por lograr libertad de expresión, de movimiento, de organización. Sin embargo, Tamayo fue vejado hasta lo indecible. Lo que sufrió este disidente fue un lento martirio en prisiones miserables.

Hay quienes creen que los Derechos Humanos solo se defienden si son regí­menes capitalistas quienes los pisotean. Eso es una falsa y peligrosa creencia. La Declaración de los Derechos Humanos incumbe a cada nación y constituye un firme paso adelante de la cultura polí­tica, de la cultura universal. Nadie debe desandar ese camino.

Al principio mencioné el Tratado de Ginebra, pero Cuba, sin embargo, NO está en guerra, aunque la mente radical y rupestre de sus gobernantes no lo entienda así­ y tratan a sus ciudadanos disidentes como si fueran prisioneros de guerra, mercenarios salidos de las filas de un ejército enemigo. Un disidente en Cuba sólo merece la cárcel, el exilio o bien la muerte. Los llaman «mercenarios del imperialismo» o delincuentes. En Cuba no hay ciudadanos, hay «compañeros» y en ultima instancia subalternos. Esa sociedad no es un Estado de Derecho. Hoy por hoy Cuba vive una realidad totalitaria. Ese paí­s es, en muchos aspectos esenciales, la retaguardia de América. En la isla a quien se opone al sistema se le aplica la táctica de difamarlo, marginarlo, acosarlo, destruirlo. Todo disidente es hecho prisionero, pero sin los beneficios de los tratados de Ginebra. Ni la Cruz Roja los puede visitar. Un hijo de Fidel Castro dijo hace poco algo esclarecedor: «Mi padre cree que todaví­a está en las montañas de la Sierra Maestra». Esa mentalidad belicista lo explica todo.

Menos mal la respuesta internacional, en el caso de la disidencia cubana, no se ha hecho esperar: muchos intelectuales e instituciones (como el Parlamento Europeo) han protestado ya por el crimen de que fue ví­ctima Tamayo y ahora se solidarizan con el disidente Guillermo Fariñas, quien también está en huelga de hambre para pedir mí­nimas libertades (acceso libre a internet entre ellas) y la liberación de 26 escritores y periodistas presos en la isla, muchos de ellos enfermos, la mayorí­a sin esperanzas de reintegrarse a sus familias. Su delito es disentir del pensamiento oficial. En Cuba pensar diferente a como lo hace el Gobierno es ser «traidor a la patria».

Martí­ fue un demócrata. «Es la hora de los hornos y no se ha de ver más que la luz». El mensaje de Tamayo es simple, imperecedero y contundente: ¡Es mejor morir dignamente que vivir sin Libertad!