EDGAR GUTIí‰RREZ
Centro de Estudios Estratégicos y de Seguridad para Centroamérica (CEESC)
Los políticos intuimos y buscamos respuestas, caminos, estrategias. Y en esa búsqueda de lugar, de redescubrimiento de la identidad, tanteamos alianzas e identificamos enemigos. Tanteamos, por ejemplo, que el populismo, un tema recurrente en el debate de los últimos años -no importa si es revolucionario o conservador- es enemigo por antipolítico, por antipartido. Lo percibimos a veces como un falso profeta, un apóstata, un fariseo. Nos hace sentir incómodos. El populismo xenófobo podría ser un refugio a nuestros miedos a la aldea global y sus incesantes flujos migratorios. Y el populismo revolucionario, una expresión desaforada, más voluntariosa que racional, por defender a los pobres y desafiar el desequilibrio de poder.
Encontrar su lugar
Como sea, el gran trabajo de los partidos en nuestra época es, primero, encontrar su lugar legitimo. Reaprender los métodos de leer su realidad y no descansar tanto en la mediación tecnócrata -me refiero a las encuestas que leen e interpretan las consultoras y un puñado de expertos que deciden qué y cómo preguntar. Los partidos deben seguir siendo leales al principio de la preservación humana, lo que significa atacar la exclusión, la desigualdad, el aplastamiento de los débiles, el arrebato de la dignidad, la injusticia y la barbarie. Deben buscar sus fuentes de renovación y transformación.
Seguramente ya nada será como fue. Pero tampoco es cierto que los partidos salgan sobrando. Son necesarios. Aunque ahora sean vistos como parias. La lucha de los partidos es también instrumental. ¿Para qué sirven? ¿A quién sirven? Es una pregunta vital porque también ha ocurrido una alineación. Hay una pérdida de esencia. Está ocurriendo una corrupción de los partidos, en el sentido etimológico de descomposición, porque han perdido su misión y su visión legítimas que abrevan desde las partes de la sociedad. Estas son cuestiones importantes para los políticos. Los políticos que ahora nos reconocemos más amigos, más camaradas, más aliados porque estamos, como diría Bernard Crick, «en defensa de la política» y de la misión de los partidos. Pero también porque tenemos las mismas o parecidas preguntas y no podemos resolverlas solos.
En un exilio interno
Este es un momento interesante por esa convergencia momentánea en que los tradicionales líderes, directores de orquesta -los políticos- vivimos incómodamente un exilio interno. Somos rehenes en unos castillos de cristal que son ahora los Parlamentos y las casas de Gobierno. Si hacemos las cosas que nos dictan, nos dejarán estar, nos tolerarán. Como se dice popularmente: nos van a masticar, aunque no nos traguen. Pero si insinuamos salirnos del guión, nos cae el garrote inmisericorde. Hay una política preventiva para que el partido no organice ni recupere la organización social, el imaginario perdido. Y si los políticos nos revelamos nos caerá una sentencia mediática que resulta un brazo más poderoso e implacable que la propia justicia republicana.
Pareciera que estamos atrapados sin salida. George Orwell hablaba en su célebre novela (1984) del gran Ministerio de la Información, que lo controlaba todo. En parte se cumplió su designio, pues ese Ministerio existe pero está fuera del aparato del Estado. Está organizado, dirigido y graduado por las grandes corporaciones. Ofrece premios y da castigos. Absuelve o condena. Lo cual me hace recordar el «síndrome del cuarto oscuro», un método de tortura aplicado por las dictaduras militares de la Guerra Fría en Latinoamérica. Quiero decir que lo que ahora llamamos democracia puede que en realidad sea otra forma de dictadura, porque expresa a su vez una forma desequilibrada de relación de poder, donde el poder más fuerte es un poder fáctico, no necesariamente democrático, aunque adquirió vigor y supo florecer en la democracia.
¿Para qué nos organizamos?
Los partidos tenemos que volver a pensar en la perspectiva holista. Nos organizamos, ¿para qué? Decíamos el siglo pasado: nos organizamos para, con el apoyo de las mayorías, tomar el poder de Estado y desde ahí transformar, preservar, perfeccionar o profundizar un orden social, según fuese el caso. Pero ahora nos organizamos, y nos dan el guión. Nos meten o nos sacan de escena a ciencia y paciencia de una voluntad popular mediatizada. Esto es degradación de la política, esto es pérdida de dignidad de los partidos. ¿Está resultando esta forma de democracia, como hoy la conocemos, una perfecta carcelera de la política? Porque, óigase, esto que describo está ocurriendo justamente cuando hemos proclamado que todos estamos en el mismo viaje de la democracia.
No defiendo a los partidos en sí, por sí. No simpatizo con la endogamia de los partidos, con ese «verse el ombligo». Defiendo, eso sí, a la política y a los partidos como un instrumento del régimen democrático. Pero tampoco nos tiremos las cartas entre gitanos. Los partidos no pueden alegar inocencia ni hacer juegos de victimización. Lo que ha ocurrido acá es un problema de poder, de perdida de poder. Los partidos hicieron un mal negocio con los que si saben de negocios. Y salieron perdiendo. Creímos que la democracia después del «breve» siglo XX necesitaba más a los políticos que los políticos a la democracia. Que el pueblo les debía la democracia a los políticos. Y quizá lo más grave: que las reglas, los actores, el sistema, los códigos de ejercicio de poder, permanecían inmutables.