Los mitos del Ejército “nacional”


Raul_Molina

Hace poco celebramos el Día del Maestro y la Maestra, con el reconocimiento a sus extraordinarios aportes al desarrollo del país. Durante años, sin verse forzados a seguir estudios universitarios, como ahora se pretende, y con grandes limitaciones impuestas por el modelo neoliberal, han sido verdaderos forjadores de nuestras juventudes. Su día tiene mucho sentido y el homenaje es justo. No así el hasta hace poco vigente “Día del Ejército”, basado en uno de sus mitos, el de ser nacional.

Raul Molina


No se puede ser nacional cuando siguiendo designios externos –la Guerra Fría— definió como sus enemigos a grandes sectores de la nación, como ejemplo el pueblo Ixil, la mayoría desarmados, y los atacó a muerte. Un Ejército nacional no vuelve las armas contra su población.

El papel del Ejército, en todas partes, es la defensa del territorio y la soberanía. De esto se encuentra muy poco en la historia de la institución armada, a lo largo de la cual ha sido, principalmente, instrumento de dictaduras o dictadora, ella misma. Permitió que Inglaterra se quedara con la British Honduras, hasta que este territorio se convirtió en Belice, y su limitada aventura guerrera para recuperarlo terminó desastrosamente; tampoco ha tenido éxito alguno en el control fronterizo para la defensa de la madera, los sitios arqueológicos o la invasión de narcotraficantes. De hecho, las acciones dignas dentro del Ejército se han dado en rebelión al mismo: la Revolución del 20 de octubre de 1944; y el levantamiento del 13 de noviembre de 1960, al rechazarse que el suelo guatemalteco fuese utilizado para preparar la invasión a Cuba. Los dos únicos momentos honrosos de respuesta institucional fueron la defensa de Zacapa y el levantamiento de los cadetes del 2 de agosto, ambos en 1954. La historia ha sido muy oscura y muy onerosa.

Otro de los mitos del Ejército, aún en la mente de algunos políticos, es que de sus filas pueden salir líderes íntegros, nacionalistas y con sensibilidad social. Es cierto que los hubo, desde Jacobo Árbenz y Paz Tejada hasta Yon Sosa y Turcios Lima; pero después de 1960 la represión al interior fue tal que sus oficiales fueron forzados a aceptar la doctrina contrainsurgente “made in Washington”. Es muy difícil pensar en el surgimiento de un Chávez o un Torrijos, cuando la oficialidad fue parte de la aplicación del genocidio y la tierra arrasada y tolera el silencio institucional frente a la suerte de los detenidos-desaparecidos, así como la impunidad de los responsables de crímenes de lesa humanidad. Peor aún, recientes hechos, como el de Totonicapán, y las ocupaciones militares de diversas zonas del país, demuestran que el Ejército no ha cambiado ni su doctrina ni sus métodos.

Finalmente, está el mito más publicitado por los sectores de poder del país de que el Ejército derrotó a la guerrilla. En una primera fase de la lucha, las guerrillas fueron diezmadas en el oriente del país (70s); pero su accionar posterior y configuración de la URNG demostraron que no habían sido derrotadas. La lucha desarrollada a partir de 1982 solamente culminó con los Acuerdos de Paz. Gracias a ellos, el movimiento revolucionario se desarmó; pero, como afirmara sabiamente Oliverio Castañeda, “mientras haya pueblo, habrá revolución”. El Ejército nunca capturó campamentos guerrilleros en funcionamiento y los líderes de la insurgencia llegaron hasta la firma de la paz y a la formación de su partido político. Tampoco fue el Ejército el defensor del país frente al “comunismo”. Fue apenas el garante, a costa de su propia razón de ser, de los intereses de los grandes ricos y los intereses extranjeros. Frente a tantos mitos, solamente cabe preguntarse: ¿No estaríamos mejor si, al igual que en Costa Rica, el Ejército hubiese terminado y hubiésemos utilizado para la educación, la salud y el trabajo los cuantiosos recursos puestos al servicio de la muerte?