El 2008 fue un año reprobado para la política exterior de la actual administración en cuanto a la migración se refiere. A pesar que, al fin, se logró integrar el Consejo Nacional de Atención al Migrante Guatemalteco, Conamigua, y florecieron «las buenas intenciones» de distintos sectores oficiales, poco o nada se logró. Todo sigue igual.
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Todas, o casi todas las semanas ingresaron aviones cargados de guatemaltecos con la frustración e impotencia ceñida en su rostro. La Fuerza Aérea fue escenario constante de lo que significa el fracaso de un Estado incapaz de proteger a su población.
Y es que, viéndolo de forma fría, nada de esto debería pasar. En primer lugar, si realmente el Estado cumpliera con su función de otorgar el bienestar a su gente no habría necesidad de buscarse una vida afuera. No hace falta ser un experto en sociología con méritos antropológicos para observar que la mayor parte de la gente que migra proviene de los lugares más pobres del país y en donde las oportunidades, si las hay, se reducen a nada.
Si se cumpliese lo anterior, seríamos más aceptados a los lugares donde fuésemos. No tendríamos que pasar pruebas de confianza para que el país receptor no crea que buscamos refugio, trabajo y una vida más digna. Pero no. Al menos en Estados Unidos, donde habitan cerca de 1.5 millones de connacionales indocumentados, no es fácil obtener un permiso de ingreso porque, al igual que la mayor parte de países «exportadores» de inmigrantes, se piensa que nos quedaremos para huir de la miseria.
Y todo apunta a que las cifras llegan a oídos sordos de los administradores del Estado. Los más de 28 mil ingresos por deportación son sólo indicadores que apuntan la rigidez de la política migratoria de los Estados Unidos, pero nunca de la incipiente capacidad de la política exterior de Guatemala para abogar por los guatemaltecos que viven y sufren en el país del norte.
Como las remesas no bajaron sustantivamente, no se ve como una alarma las deportaciones. El Banco de Guatemala calculó que en 2008 se recibió un total de 3.900 millones de dólares, un poco menos de los 4.219 millones recibidos en 2007. Tal vez sea por la maldita «crisis» que estuvo en boca de los economistas, las deportaciones no tienen nada que ver, lo analizan, aunque sea una baja de ingresos que repercutirá sin duda en el receptor final de este dinero con consecuencias que sean mejor no imaginar.
Tal vez se justifique la falta de acción con el argumento de ser «el primer año de gestión» aunque mucha de la gente que administra la política exterior del país tengan alguna experiencia en el ramo, y gente que asegura «conocer» a profundidad la situación que atraviesan los connacionales en el extranjero. Pero el tiempo pasa y no hay tal justificación que genere un clima de conformidad en un tema tan delicado.
Ya comenzó un año y no habrá que esperar que venga el primer vuelo de deportados para exhortarse a la buena voluntad conformándose en que un sándwich y un refresco de bienvenida vaya a solucionar un problema, que conforme vaya pasando el tiempo, se volverá en una bomba que estallará sobre la cara de los que ahora están inertes y con la responsabilidad de no cometer los mismos errores.