Los maestros empí­ricos


René Arturo Villegas Lara

De la escuelita primaria de Chiquimulilla, una de mis maestras que recuerdo con cariño se llamaba Marí­a Rodrí­guez y le decí­amos seño Mery. Bajita y gordita, era un encanto de maestra. Se inició como docente empí­rica y después se profesionalizó en vacaciones en la Escuela Pedro Molina, de Chimaltenango. En las décadas de 1940 y de 1950, al terminar la primaria extendí­an un diploma y entonces, para los efectos de enseñar, ya se era docente empí­rico. Mis profesoras que me enseñaron a leer y escribir, la seño Lola Corado llegó de Cuilapa a la escuela de niñas, y también de esa tierra de «cushingos» llegó la seño Adela Garcí­a, que en ese tiempo tendrí­a unos 14 años; pero, como ya era maestra empí­rica, también fue mi maestra. Como no habí­a educación parvularia, en 1945, mi madre me llevó a la escuela de niñas para que aprendiera a leer y escribir. No habí­a plumas como ahora y escribir en pizarra era una de rayar y borrar. Por eso se compraba papel periódico donde los chinos y doblando los pliegos se formaba un cuaderno. Las maestras dijeron que buscáramos plumas de cola de gallo. Cuando las llevamos, con una filosa navaja, también cola de gallo, les hicieron un chaflán y allí­ estaba todo: Sólo era de meter la punta en el tintero y la pluma se llenaba de tinta azul, negra y hasta roja, según el color de la anilina que vendieran donde la botica de don Octavio; y entonces a hacer las planas. Eso era toda la preprimaria. Cuando llegué a primero, ya sabí­a leer y escribir. Don Pedro Aguilar, también empí­rico, acabó de cumplir la labor educativa de la seño Lola y de la seño Adela, a quien el gobierno de Arévalo la becó y se vino a estudiar a Belén, de donde se tituló. Muchí­simos años después la reconocí­ en una entrevista que le hicieron los amigos de la Casa de la Cultura de Cuilapa, Me emocionó mucho ver a la maestra de mis «primeras letras», ya peinando canas, aunque con la ternura con la que me enseñó a leer. Después, ya en tercero, fue mi maestro don Ovidio Orozco esposo de mi prima Toya ambos fallecidos. Don Ovidio era maestro empí­rico, ya viejo se tituló por madurez, que no necesitaba, y estudió Derecho. Cursó y aprobó toda la carrera, pero no logró graduarse por cuestiones de salud. Los únicos maestros titulados que tuve fueron don Tomás Gómez, en 4to. y 5to. y don Lico Morales en 6to. Y cómo es el correr de la vida; don Tomás, después, fue mi alumno en la Facultad de Derecho y se hizo abogado. Don Abraham Iscamparí­, que me dio clases de matemáticas en 3ro. clases extras porque no se «me quedaban los números», me contaba que don Tomás se la pasaba escribiendo una novela que nunca concluyó, y yo le decí­a que tal vez era una «comedia humana». Pero, volviendo a la seño Mery, ella era la encargada del arte: montaba comedias con los alumnos. Recuerdo que dirigió una que se llamaba «La cabeza del Rabí­». Enseñaba a declamar, organizaba tí­teres, dirigí­a la costura y el bordado y enseñaba a cantar. Con ella confeccionamos cortinas con Lágrimas de San Pedro, rosadas, blancas o grises, que conseguí­amos a la orilla del rí­o Ixcatuna. Mi padre y don Guayo Pivaral, aunque eran graduados de preceptores de la antigua escuela Uruguay, también eran maestro empí­ricos al igual que la maestra Alicia Godoy. Nuca faltaban a dar clases, eran disciplinados y enseñaban por miserables sueldos que a fin de mes terminaban en las tiendas que fiaban o en la pensión en que viví­an. Gracias a esos maestros empí­ricos, salimos adelante. ¿Puede dudarse que cualquier tiempo pasado fue mejor? ¡Feliz Dí­a a todos Los maestros!