Lo primero que sorprende agradablemente en la pintura de Manuel Barrientos es la diafanidad del espacio, en cuya pálida transparencia se instala un paisaje apacible de limpias y suaves ondulaciones que no ocultan el lejano horizonte ni la cerrada profundidad del cielo. Sin darnos cuenta apenas, asumimos la perspectiva del artista y, junto con él, contemplarnos el mismo paisaje claro con una mirada fría y objetiva.
En un segundo momento descubrimos la heteróclita serie de elementos que pueblan ese paisaje y que no obstante la nitidez y exactitud de sus formas fácilmente reconocibles como sacadas de la realidad objetiva, no acertamos a explicarnos su ?ahora sí? inquietante presencia en el cuadro ni mucho menos a conjuntarlos de acuerdo a ninguna lógica. Admitimos, entonces, que se trata de un paisaje imaginario, una especie de escenario fantástico muy propicio para desvaríos de la razón, del tipo de Alicia en el país de las maravillas: un paisaje amable que, como tal, no niega el lugar a la incongruencia ni al absurdo; es más, logra que la incongruencia y el absurdo no violenten la apacible unidad del conjunto; sencillamente esos elementos están puestos allí y rompen con la imprevista candidez de su presencia la convencionalidad del paisaje que, sin ellos, sería simplemente monótono.
La incongruencia y el absurdo que introduce en el paisaje la presencia de tal heterogeneidad de objetos debe atribuirse más a una trasgresión de la lógica que a un libre juego de la imaginación, a menos que tal juego tenga un origen intelectual y sus elementos formales sean parte de una metáfora o de una alegoría. De ser así, podríamos decir que la transparencia visual cede su lugar a cierta oscuridad conceptual: se trata de una metáfora enigmática que habría que descifrar.
Eso sí, es obvio que no se trata de un fácil surrealismo que tenga su origen en sueños obsesivos: su esmerado y limpio oficio delata cierta lucidez a la hora de construir imágenes simbólicas. En cambio su nítida, exacta y hasta cierto punto rígida forma hace que supongamos cierta «intención» significativa, sin duda oscura pero no inaccesible.
Repasemos la mirada sobre la pulida superficie de sus cuadros y detengámonos no sólo en los objetos que se representan en ellos sino sobre todo en su reunión incongruente y absurda en el espacio infinito que sugieren las imágenes y en la lejanía que los sitúa en un lugar fijo pero inalcanzable. No es la imaginación ni el intelecto el origen de ese espacio infinito que se abre en las obras de Manuel Barrientos. Es más bien la nostalgia de un tiempo irrecuperable la que idealiza el espacio de una memoria sin principio ni fin y que en su avidez de totalidades compone recuerdos que obedecen a un orden más emotivo que lógico, más ideal que real, fantástico, maravilloso, pero que de alguna manera, indeseada e inevitable, precede al desencanto. De allí la rigidez que los inmoviliza en un lugar fijo que parece evocar una imaginación pretendidamente infantil. De allí la persistencia de frutas, juguetes, ruedas de una estudiada ambigí¼edad, de casas desabitadas que se repiten como ecos en los amplios campos desolados. En la pintura de Manuel Barrientos la imaginación juega un juego peligroso: todos los objetos que se reúnen en sus cuadros (su memoria) tienen, en la plenitud con que son evocados, el contorno cortante y la definición unívoca del último recuerdo que se precipita en el olvido.