Ayer el presidente Colom dijo que su plan de reforma fiscal será presentado en breve y que el mismo es moderado, pero que no buscará consensos con los sectores sociales (léase empresariales), porque históricamente está demostrado que no se pueden lograr acuerdos sobre esa materia. Y no deja de tener razón en que es muy difícil lograr que los sectores empresariales acepten los cambios, pero el mismo gobierno tendría que tomar iniciativas muy firmes en el tema de la calidad del gasto y la transparencia para minimizar el efecto adverso que sin duda tendrá la decisión de decretar los tributos en la forma propuesta.
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Personalmente estoy convencido de que una real reforma fiscal es algo que nos viene haciendo falta hace muchos años. El padre del actual ministro de Finanzas fue víctima de la presión empresarial que lo sacó del ministerio de Hacienda y Crédito Público en tiempos de Méndez Montenegro (1966-1970), precisamente por haber propuesto una modificación fiscal que no llegaba a cosa del otro mundo. Y más que eso, creo que el hecho de que nuestra independencia haya sido fraguada por los criollos como un acto de traición para no pagar más impuestos a la Corona de España, marcó definitivamente a este país, porque las mismas clases dominantes han hecho de la cuestión fiscal uno de sus principales objetivos. Y ahora hasta tienen el respaldo ideológico de quienes pregonan que los impuestos son un despojo al particular y que no debiera pagarse tributos, como si la gestión pública se pudiera hacer con cascaritas de huevo.
Estoy convencido que los países desarrollados y los que han alcanzado niveles de crecimiento aceptables, tuvieron que financiar ese éxito con impuestos justos, pagados de acuerdo a la capacidad de los contribuyentes. Creo que debemos pagar impuestos y exigir transparencia, pero aquí la corrupción es el pretexto ideal para no pagar impuestos. Tal vez por eso es que no se esmeran mucho en combatir la corrupción, porque al fin y al cabo resulta muy cómoda para justificar la situación actual, además de los negocios en los que participan para obtener enormes ganancias.
Pero sigo pensando que tienen poca autoridad moral para imponer tributos los diputados actuales que no mueven un dedo para recuperar los 82 millones que se clavaron bajo la presidencia de Meyer y que simplemente se dan por esfumados, por perdidos, como si fueran 82 centavitos. El principio de legalidad asigna al Congreso la potestad exclusiva de fijar impuestos y en ese sentido estarían ejercitando sus facultades regladas, pero hay potestades que no basta que sean legales, sino que tienen que legitimarse de otras formas y una de ellas es congruencia en los actos. Diputados que imponen impuestos, valga aquí muy bien la redundancia, tienen que demostrar su compromiso con el país, con la probidad y con el buen uso de los recursos.
Un gobierno que escamotea a como dé lugar informaciones para identificar realmente a los beneficiarios de los programas sociales, pretextando derecho a la privacidad que colisiona con el mandato constitucional que ordena a la Contraloría fiscalizar todos los gastos públicos, no tiene mucha autoridad moral para imponer los tributos y menos aún si lo más destacado de su gestión es satisfacer la ambición de sus financistas. Reflexionar sobre estos temas podría ayudar a que el abordaje de la cuestión fiscal fuera distinto.