Los grandes rí­os


En un lugar llamado la Anchura, el rí­o de la Pasión pasa de pronto a una adultez sobredimensionada y la vista se pierde en su extensión. Rí­o abajo pasada La Anchura, corre presuroso frente a Gancho de Fierro, un vividero prodigioso de bancos de almejas en agua correntosa y poco profunda que han podido sobrevivir hasta la fecha a la extinción. Llegando a la boca en el encuentro de dos rí­os, surge el Salinas irrumpiendo en la selva dejando extensos playones, el mismo que apenas cincuenta leguas arriba es llamado el Chixoy, el Rí­o Negro de las Verapaces con su aguas verdosas, entregándose al Pasión para dar vida juntos al Usumacinta, el señor de todas las aguas del Petén y Yucatán.

Doctor Mario Castejón
castejon1936@hotmail.com

En aquellos años, diez lustros atrás apenas se encontraba uno que otro asentamiento humano en esos rí­os, las cooperativas no existí­an y entonces la gente del sur no habí­a aparecido. Los escasos grupos familiares viví­an a la orilla del agua como aventados por la mano de Dios, esperaban un milagro que hiciera de aquello un lugar habitable, lo único que se veí­a de habitable eran unos ranchos mal parados, con algunas gallinas correteando frente a las casa y los marranos encorralados bañándose entre el lodo de la rivera a resguardo del tigre.

Hacia arriba de la desembocadura del Salinas por más de 50 leguas no se iba a encontrar ningún viviente, eran cinco a seis dí­as al canalete bogando hasta Las Mercedes en la frontera entre Alta Verapaz y México. En el recorrido quedaban atrás la isla de la Culebra, la desembocadura del San Román, el Caoba, La Isla del Pato, Las Delicias y el Caribe, hasta acercarse a ese punto en la lí­nea fronteriza.

Allí­ escuchamos al viejo contarnos una historia: un año entero dijo, estuvimos trazando esa recta que partiendo del Salinas hace de frontera entre Huehuetenango y Quiché con México, la misma que ahora se ve dibujada en los mapas. Un año entero halando teodolitos, cuerdas y quién sabe que otro montón de cachivaches. En todo ese año corrido no nos dieron más que un escaso bastimento de azúcar, café y sal, lo demás, lo que hiciera falta tení­amos que agenciárnoslo en el monte. Al terminar el trabajo, nuestro contratista el tal Ventura Nuila, un finquero de Cobán, nos dijo a la muchachada y a mí­, 12 en total: he pedido al Jefe Polí­tico alguna paga para ustedes pero dice el señor jefe que no hay de donde sacar dinero, que al Gobierno se le sirve con gusto y no se le cobra, ya que para eso son autoridades. Luego como no nos vieron contentos recibimos un papel firmado por unos señores de la capital en donde decí­a que habí­amos ayudado a la Patria

Después de La Divisoria un par de vueltas más arriba se veí­a el caserí­o de Quimalá que hoy por hoy igual que Las Mercedes dicen que es una aldea en donde la gente tiene televisión. En aquel entonces viví­a ahí­ Pablo Coj, un queck»chi, que habí­a llegado de Chisec. Pasaba la vida en ese lugar sobreviviendo entre escasez y enfermedades. A sus niños los recuerdo todaví­a barrigones, con ojos soñadores de grandes pestañas, y pelo lacio. Indí­genas pobres de bienes de fortuna y de suerte, un vivo ejemplo del abandono y la falta de esperanza en aquel submundo de la selva tropical. Acostado en su camastro sin más colchón que unos trapos viejos, encontramos a Pablo con dos semanas de fiebre. Todo habí­a principiado por una roncha que se rascó dí­as atrás y luego se le volvió un «nacido «que siguió creciendo, al cabo de dos semanas la fiebre y el dolor lo vencieron. No era nada tan complicado, se trataba de un absceso que habí­a invadido buena parte de su pectoral y estaba a punto de maduración. Lo sujetamos a la cama amarrándole de brazos y piernas y se le hizo una cortada brutal para sacar la materia, más de medio litro de pus maloliente justificó el sufrimiento y al dí­a siguiente Pablo era otro.

Unas tres a cuatro leguas rí­o arriba se encontraba la boca del rí­o Icbolay, junto a lo que hoy es la petrolera de Rubelsanto en donde con los alemanes de Hitler el viejo encontró petróleo 30 años atrás. Cruzando el rí­o todaví­a se ven las lagunetas de Camelá, ahí­ coincidí­an las partidas de jabalí­es en los comederos de jaguacté, una fruta espinosa de sabor ácido; eran selvas con toda clase de animales propios de la fauna tropical, un paraí­so para los jaguares por la abundancia de comida Tres leguas más arriba estaba la Zacua, playones inmensos de arena blanca muy cerca del arroyo de las Salinas que le daba nombre al rí­o y también de la laguna de «Lachua» que aparece en las portadas de turismo. Ahí­ el Salinas se hace más arisco y principia a correr entre paredes de piedra de un encajonado que le siguen diciendo Nueve Cerros. De ese encajonado a Playa Grande en la desembocadura del rí­o Tzehá que baja desde Huehuetenango no hay más que diez leguas en aguas correntosas que ponen a prueba la destreza de los bogas.

Playa Grande un simple playón se convirtió más adelante en una aldea, ahí­ supimos de enfrentamientos habidos durante los años de la guerra, también de persecuciones y otras duras pruebas para los que poblaron el lugar. En aquellos años no eran más que selvas, los grandes rí­os que las cruzaban parecí­an estar vigilando que todo siguiera igual, pero perdieron la partida y hoy todo eso que vivimos no es más que un recuerdo.

Nota aclaratoria; la columna del viernes pasado con otro tí­tulo era la secuencia de dos anteriores y para el que no hubiera leí­do las dos primeras parecí­a que faltaba algo… mis excusas.