En un lugar llamado la Anchura, el río de la Pasión pasa de pronto a una adultez sobredimensionada y la vista se pierde en su extensión. Río abajo pasada La Anchura, corre presuroso frente a Gancho de Fierro, un vividero prodigioso de bancos de almejas en agua correntosa y poco profunda que han podido sobrevivir hasta la fecha a la extinción. Llegando a la boca en el encuentro de dos ríos, surge el Salinas irrumpiendo en la selva dejando extensos playones, el mismo que apenas cincuenta leguas arriba es llamado el Chixoy, el Río Negro de las Verapaces con su aguas verdosas, entregándose al Pasión para dar vida juntos al Usumacinta, el señor de todas las aguas del Petén y Yucatán.
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En aquellos años, diez lustros atrás apenas se encontraba uno que otro asentamiento humano en esos ríos, las cooperativas no existían y entonces la gente del sur no había aparecido. Los escasos grupos familiares vivían a la orilla del agua como aventados por la mano de Dios, esperaban un milagro que hiciera de aquello un lugar habitable, lo único que se veía de habitable eran unos ranchos mal parados, con algunas gallinas correteando frente a las casa y los marranos encorralados bañándose entre el lodo de la rivera a resguardo del tigre.
Hacia arriba de la desembocadura del Salinas por más de 50 leguas no se iba a encontrar ningún viviente, eran cinco a seis días al canalete bogando hasta Las Mercedes en la frontera entre Alta Verapaz y México. En el recorrido quedaban atrás la isla de la Culebra, la desembocadura del San Román, el Caoba, La Isla del Pato, Las Delicias y el Caribe, hasta acercarse a ese punto en la línea fronteriza.
Allí escuchamos al viejo contarnos una historia: un año entero dijo, estuvimos trazando esa recta que partiendo del Salinas hace de frontera entre Huehuetenango y Quiché con México, la misma que ahora se ve dibujada en los mapas. Un año entero halando teodolitos, cuerdas y quién sabe que otro montón de cachivaches. En todo ese año corrido no nos dieron más que un escaso bastimento de azúcar, café y sal, lo demás, lo que hiciera falta teníamos que agenciárnoslo en el monte. Al terminar el trabajo, nuestro contratista el tal Ventura Nuila, un finquero de Cobán, nos dijo a la muchachada y a mí, 12 en total: he pedido al Jefe Político alguna paga para ustedes pero dice el señor jefe que no hay de donde sacar dinero, que al Gobierno se le sirve con gusto y no se le cobra, ya que para eso son autoridades. Luego como no nos vieron contentos recibimos un papel firmado por unos señores de la capital en donde decía que habíamos ayudado a la Patria
Después de La Divisoria un par de vueltas más arriba se veía el caserío de Quimalá que hoy por hoy igual que Las Mercedes dicen que es una aldea en donde la gente tiene televisión. En aquel entonces vivía ahí Pablo Coj, un queck»chi, que había llegado de Chisec. Pasaba la vida en ese lugar sobreviviendo entre escasez y enfermedades. A sus niños los recuerdo todavía barrigones, con ojos soñadores de grandes pestañas, y pelo lacio. Indígenas pobres de bienes de fortuna y de suerte, un vivo ejemplo del abandono y la falta de esperanza en aquel submundo de la selva tropical. Acostado en su camastro sin más colchón que unos trapos viejos, encontramos a Pablo con dos semanas de fiebre. Todo había principiado por una roncha que se rascó días atrás y luego se le volvió un «nacido «que siguió creciendo, al cabo de dos semanas la fiebre y el dolor lo vencieron. No era nada tan complicado, se trataba de un absceso que había invadido buena parte de su pectoral y estaba a punto de maduración. Lo sujetamos a la cama amarrándole de brazos y piernas y se le hizo una cortada brutal para sacar la materia, más de medio litro de pus maloliente justificó el sufrimiento y al día siguiente Pablo era otro.
Unas tres a cuatro leguas río arriba se encontraba la boca del río Icbolay, junto a lo que hoy es la petrolera de Rubelsanto en donde con los alemanes de Hitler el viejo encontró petróleo 30 años atrás. Cruzando el río todavía se ven las lagunetas de Camelá, ahí coincidían las partidas de jabalíes en los comederos de jaguacté, una fruta espinosa de sabor ácido; eran selvas con toda clase de animales propios de la fauna tropical, un paraíso para los jaguares por la abundancia de comida Tres leguas más arriba estaba la Zacua, playones inmensos de arena blanca muy cerca del arroyo de las Salinas que le daba nombre al río y también de la laguna de «Lachua» que aparece en las portadas de turismo. Ahí el Salinas se hace más arisco y principia a correr entre paredes de piedra de un encajonado que le siguen diciendo Nueve Cerros. De ese encajonado a Playa Grande en la desembocadura del río Tzehá que baja desde Huehuetenango no hay más que diez leguas en aguas correntosas que ponen a prueba la destreza de los bogas.
Playa Grande un simple playón se convirtió más adelante en una aldea, ahí supimos de enfrentamientos habidos durante los años de la guerra, también de persecuciones y otras duras pruebas para los que poblaron el lugar. En aquellos años no eran más que selvas, los grandes ríos que las cruzaban parecían estar vigilando que todo siguiera igual, pero perdieron la partida y hoy todo eso que vivimos no es más que un recuerdo.
Nota aclaratoria; la columna del viernes pasado con otro título era la secuencia de dos anteriores y para el que no hubiera leído las dos primeras parecía que faltaba algo… mis excusas.