No siempre es fácil encontrar un buen libro que verse sobre la teoría pedagógica de los «filósofos de la educación». A menudo, los que hay, son muy breves, cajoneros y demasiado simples. Se reducen a una simple exposición de las principales contribuciones de los autores sin profundizar verdaderamente en los temas. Esto se debe, me parece, a que algunos de los que hacen este tipo de trabajo son poco versados en los temas (aunque hayan estudiado ciencias de la educación) y, quizá, sean muy simplistas en presentar y desarrollar ideas.
Evidentemente, no hablo de «todos» los estudiosos. Digo, solamente, que me parece que hay una tendencia a presentar libros superficiales en materia de desarrollo de pensadores. Especialmente esta sospecha la he visto más acentuadas en autores de lengua española. Los italianos, para citar solo un ejemplo, o los franceses, presentan estudios mucho más interesantes y serios al respecto.
Bien, esta obra puede llenar el vacío de libros de calidad en materia de autores filósofos de la educación. A continuación alguna de sus ventajas: En primer lugar, quienes realizan los estudios son reputados intelectuales del mundo académico cuya trayectoria, para quienes saben del tema, es bien conocida. Algunos nombres que pueden resultar familiares son: Víctor García Hoz, Pierre Mesnard, Louis Meylan, J.-B. Piobetta y Jean Chateau. La presencia de estos estudiosos ofrece cierta garantía sobre la calidad del escrito y el dominio del tema. El lector se podrá dar cuenta de esto desde las primeras líneas.
En segundo lugar, los estudios son de tipo monográfico. Se presenta a cada autor (pedagogo) y se profundiza sin la premura de quien tiene que abarcar toda una historia del pensamiento pedagógico. De aquí que cada capítulo sea una especie de ensayo en la que con abundante bibliografía se explican las ideas de los autores. Lo biográfico, las anécdotas y los chismes alrededor de los autores se obvian al máximo para centrarse fundamentalmente en la contribución de los autores al mundo de las ideas de la educación.
Otro aspecto a destacar lo constituye el hecho de que sea una selección cuidada de autores del mundo de la educación. Aquí sólo están los que Chateau consideró como los más grandes teóricos educativos. Evidentemente esto podría ser discutido y algunos podrían alegar que faltan otros «grandes» también, pero, de cualquier forma hay un esfuerzo por presentar aquellos que son, quizá, los más representativos. ¿Quiénes son? Platón, Juan Luis Vives, Juan Amós Comenio, John Locke, Jean-Jacques Rousseau, Heinrich Pestalozzi, Wilhelm von Humboldt, Georg Kerschensteiner, Ovide Decroly, í‰douard Claparéde, John Dewey y María Montessori, fundamentalmente.
¿Alguna crítica? Claro que el texto los tiene. Uno quisiera un libro de esta naturaleza en donde se incluyeran, por ejemplo, algunos pensadores latinoamericanos como Paulo Freire y Enrique Dussel, sin embargo esta es una obra con autores primordialmente europeos. Por otro lado, hay ausencias notables (como sugerí arriba cuando observaba que la selección podría ser desventajosa también), entre los que se extrañan están en primer lugar, Froebel, Marx, Freud, Makarenko, Suchodolski, incluso San Juan Bosco y Jacques Maritain. Pero bueno, un libro tan pretencioso habría dado lugar a un enorme texto.
Un capítulo que me pareció del todo novedoso e interesante es el que dedica el autor a «la pedagogía de los jesuitas». Pierre Mesnard, el autor del texto, explica en muchísimas páginas (creo que es el capítulo más grande del libro), la contribución de los jesuitas en el mundo de la educación. No duda en afirmar que el aporte de los religiosos en el siglo XVII fue absolutamente original, novedoso y fundamental en el desarrollo de la educación de ese siglo. ¿Por qué? En primer lugar, por el carácter sistematizador de la educación que los jesuitas realizan a través de la «Ratio studiorum», lugar en donde se explicita, dice, la selección de materias a estudiar, la preocupación por la formación de «calidad» (el famoso «magis») y la selección adecuada de los profesores. La educación de los jesuitas no sólo era superior en la Europa de la contrarreforma, sino que su impronta habría de ser seguida por los teóricos posteriores a ellos.
Otro elemento importante lo constituyó la creación siempre creciente de colegios fundados por la orden de San Ignacio. Incluso el mismo Francisco Javier dirá en 1544 que la creación de colegios es primordial porque «estos edificios erigidos sobre Cristo procuran muchas victorias contra los infieles».
«Al final del Pontificado de Gregorio XIII (1585), los jesuitas ya poseían en Francia quince colegios con efectivos frecuentemente considerables: mil trescientos alumnos en París (1581), mil quinientos en Billom (1581), ochocientos en Dole (1585). Pese a todos los esfuerzos de los protestantes, que habían edificado en la segunda mitad del siglo XVI, los colegios de Metz, Chatillon, Montargis, Montpellier, Tours, La Rochelle, Castres, Montbéliard, Montauban, Orthez, Pau, Niort, Nérac y Bergerac, la balanza empezaba a inclinarse a favor de los jesuitas».
En cuanto a los estudios, dice Mesnard, un aspecto esencial fue el tema de la disciplina jesuítica en los colegios. Se promovía el aprovechamiento del tiempo aunque se permitían los recreos generosos y amplios (novedosos en la época), se evitaba el castigo físico ?aunque no se excluían totalmente- y se promovía fundamentalmente la motivación, el estímulo o los premios. Asimismo, los jesuitas le dieron gran importancia al teatro como elemento complementario (importante) de la educación. En cuanto a la disciplina se seguía el consejo de Suárez que decía que entre «las cosas más necesarias para formar provechosamente a los alumnos están el orden y el método, tanto en la progresión de los estudios como en la organización de las disputas y de todos los ejercicios escolares».
En conclusión, dice Mesnard, el mérito de Ignacio y de sus compañeros «consistió en haber capturado esa fuerza considerable y sin aplicación y en haber sacado de ella, con la ayuda de una enorme máquina pedagógica, dos siglos de educación clásica para el mayor bien de la cultura europea». ¿Hubo opiniones contrarias? Claro que sí, Voltaire y Michelet, por ejemplo. Voltaire dice que «los jesuitas no me han enseñado más que latín y necedades» y Michelet que los jesuitas no han producido jamás un espíritu de altura: «Â¡Ni un hombre en trescientos años!». Sin embargo, Mesnard es más benévolo (con razón, a mi juicio) al afirmar que «si queremos juzgar sanamente la influencia de los jesuitas, lo mejor sería hacerlo estadísticamente y reconocer que el siglo XVII, del que fueron los principales responsables, no careció de eficacia ni de grandeza».
Cada uno de los capítulos es sumamente interesante y, sin duda, un espacio para provocar la reflexión. Recomiendo el libro. Puede adquirirlo en el Fondo de Cultura Económica y librerías del país.