Los dí­as de la ACPD con «Don Poncho»


aa_DSC_9691

No pretendo hacer un recuento de sus grandes cualidades ni de sus innumerables méritos, porque seguramente me quedarí­a corta y cometerí­a muchas injusticias. Quiero referirme a Don Poncho de manera informal, a partir de mis recuerdos de los años de trabajo que compartimos, del enorme privilegio que tuve al haber trabajado con él durante esos años en la Asamblea Consultiva de la Población Desarraigada.

aa_DSC_9685aa_DSC_9684

Laura Hurtado Paz y Paz *

Conocí­ a Don Poncho en 1988, en un momento muy significativo para él y un paso definitivo en su trayectoria, cuando se disponí­a a abandonar Nicaragua para aceptar el compromiso de trabajar con la población refugiada en México y acompañarla en su retorno a Guatemala. Don Pocho habí­a llegado a Nicaragua de Cuba en 1980, donde fungió como asesor del Ministerio de Trabajo del gobierno Sandinista, conducido por el doctor Virgilio Godoy Reyes.

Radicada yo en Managua como parte del equipo del EGP, fui la persona designada para ayudar a Don Poncho y a su esposa, Tere, a realizar la mudanza. Los recogí­ con sus tres o cuatro maletas y una guitarra que Tere se negaba a soltar, en un picopito rojo de la organización. Naturalmente no cabí­amos en la cabina los tres, así­ que Don Poncho se subió a la palangana con los tapalcates y Tere se fue abrazando la guitarra.

Por razones que pasaban a menudo en aquella época, el viaje fracaso por desperfectos del avión y hubo que repetir el operativo completo un par de dí­as después. Esa vez, desde la cabina, abrazando siempre la guitarra, Tere lanzó un sonoro beso cuando pasamos frente al Ministerio de Trabajo y dijo en voz alta, para que todos oyéramos: “¡Ese ministerio pierde hoy a un gran hombre!”  No me cabe duda que su exclamación estaba cargada tanto de amor como de verdad.

Los despedí­ en el aeropuerto Augusto César Sandino sin imaginar que, al cabo de unos años, nos reencontrarí­amos para trabajar en el proceso de Reasentamiento de la Población Desarraigada.

A la distancia supe que Don Poncho habí­a jugado un papel de primer orden en el diseño y la redacción de los “Acuerdos del 8 de Octubre de 1992” (1) para el retorno voluntario, colectivo y organizado de los refugiados guatemaltecos en México.

Durante su posterior trabajo en el seno de la Comisión Técnica para el Reasentamiento de la Población Desarraigada, él serí­a uno de los más fieles defensores de dichos acuerdos. Don Poncho velaba por que no se perdiera ni una letra ni una coma de lo que se habí­a negociado, dado que él consideraba que el Acuerdo de Reasentamiento, firmado posteriormente en junio de 1994, contení­a debilidades y ausencias sensibles.

Unos cuantos meses antes de la firma de la Paz el 29 de diciembre 1996, me integré como asesora a la Asamblea Consultiva de la Población Desarraigada. Don Poncho y Marcos Ramí­rez Vargas, dirigente de las CPR del Ixcán, para entonces ya llevaban dos años trabajando como representantes de la población desarraigada ante la CTEAR, una comisión tripartita (integrada por representantes de la población desarraigada, el gobierno y la comunidad internacional), encargada de crear las condiciones para el cumplimiento del Acuerdo de Reasentamiento una vez que se firmara la Paz firme y duradera.

¿Qué recuerdos de Don Pocho me vienen a la memoria de esa época? En primer lugar su disciplina. La oficina de la ACPD quedaba sobre la 14 calle, entre la 1ª. y 2ª. avenidas, a un costado de la Casa Central. Don Poncho, todas las mañanas, llegaba caminando desde la piscina municipal del Hipódromo del Norte hasta la oficina y, al llegar, lo primero que hací­a era sacar de su maletí­n mí­nimo, toalla y calzoneta y tenderlas en el bañito de atrás. Para él la jornada habí­a comenzado ya varias horas antes con su natación y caminata matutinas. Así­ como aparece en la pelí­cula Testamento lo hemos visto siempre: caminando, con su morral cruzado sobre el pecho, su boina y tal vez un paraguas. A Don Poncho, debo decirlo, le debo nadar y cuidar de esa manera de mi columna.

Su disciplina también se reflejaba en la manera de seguir y anotar las discusiones y recoger, al final, con la mayor precisión posible, los acuerdos alcanzados. Aunque a mí­ me tocaba –la mayorí­a de las veces— redactar las memorias “oficiales” de nuestras reuniones, Don Poncho nunca dejó de llevar las propias. Cada una de nuestras reuniones para definir la forma de tratar determinado problema, las propuestas a llevar ante la CTEAR, la manera de defender los intereses de la población desarraigada frente al gobierno, quedó anotada en las cuartillas y cuartillas que escribió Don Poncho. Invariablemente, un par de dí­as después, Don Poncho nos entregaba copias a todos y, no pocas veces, debió acudir a esas sus memorias y apuntes de cuaderno para clarificar algún acuerdo ya adoptado que estaba siendo dejado de lado.

Junto al licenciado Urrea, discutimos la Iniciativa de Ley Especial de Documentación Personal, que debí­a permitir documentarse a quienes a causa del conflicto armado habí­an perdido sus papeles, a quienes habí­an nacido en el refugio y, muy importante, a las muchí­simas mujeres que jamás habí­an contado con documentos de identificación personal. Esta ley también debí­a facilitar enormemente el tortuoso trámite de documentos a los familiares de los desaparecidos. La voz de Don Poncho para argumentar y defender dicha ley ante los diputados del Congreso fue fuerte y convincente, capeando los aires electorales y la oposición de quienes temí­an favorecer una avalancha de centroamericanos a nuestro paí­s. Hoy, muchas de las personas que fueron documentadas en esa época y que con ese pequeño paso ganaron derechos ciudadanos, enfrentan nuevos y más largos y más caros procesos burocráticos para tramitar su DPI en el Renap.

Recuerdo de Don Poncho también su radicalidad y su firmeza al defender los intereses de la población desarraigada, lo que –en medio de las discusiones y los debates— siempre le valió el profundo respeto de parte de los representantes de gobierno y de la comunidad internacional. Por esa época el gobierno buscaba sacudirse los compromisos que tení­a con la población desplazada interna. Su compromiso, decí­a el gobierno, llegaba sólo hasta el reasentamiento de los refugiados-retornados y, si acaso, a las CPR, que habí­an alcanzado gran notoriedad nacional e internacional por su heroica lucha por “salir al claro” y ser reconocidas como “población civil no combatiente”.

En la ACPD cada acuerdo y cada programa negociado con el gobierno en beneficio de la población desarraigada costaron mucho trabajo y horas de discusión. Internamente, los asesores buscábamos equilibrar los múltiples intereses que se expresaban en una asamblea amplia y diversa como era la ACPD. Pero, además, todaví­a nos atravesaban distintas corrientes polí­ticas, distintas procedencias organizativas. En eso Don Poncho fue inflexible; siempre abogó por la unidad y forzó a encontrar siempre la salida común. Nos regañaba a todos, somatando su gran anillo sobre la mesa.

í‰l siempre se sujetó a las decisiones colectivas; aún cuando hubiéramos discutido mucho y hubiera esgrimido argumentos y posiciones distintas, supo con humildad aceptar y asumir las decisiones colectivas. En ocasiones, movido por su radicalismo e impetuosidad, cometió errores, transgrediendo –tal vez— algún acuerdo colectivo; pero nunca falló en reconocerlo: “Laurita, ¿y por qué no me dijeron?” Su respeto a las organizaciones sociales y el reconocimiento a la investidura de quienes las representaban fue absoluto.

Otra cualidad de Don Poncho que recuerdo con nitidez es su franqueza y su manera directa para colocar sobre la mesa los puntos subyacentes en las discusiones. Nos obligaba a no dar rodeos a los problemas, “al toro por los cuernos”, decí­a, y volví­a a somatar su anillo sobre la mesa.

Nos exigí­a precisión en el uso del lenguaje y nos vedaba el uso de anglicismos: “Implementar viene del inglés, se dice desarrollar.” “No es personerí­a jurí­dica, es personalidad jurí­dica.” Los compañeros se reí­an, pero él explicaba y forzaba el aprendizaje y las razones.

En la ACPD celebramos el matrimonio de Miriam y Don Poncho, así­ como decenas de fincas compradas y miles de parcelas regularizadas, miles de maestros y educadores populares reconocidos, algunas viviendas construidas y demasiado pocos proyectos productivos iniciados.

Al igual que todos en aquella época, Don Poncho nunca devengó un salario como tal. Cada mes recibí­a un estipendio, un presupuesto mensual, que no correspondí­a en nada a su formación, a su trayectoria, a sus capacidades y a su dedicación; pero para el no habí­a nada más sagrado que –como lo dice en el libro de sus memorias—“estar al servicio de los retornados y los desplazados”.

Se despidió de la ACPD para participar en las elecciones de finales de 1999, como candidato a diputado por la Alianza Nueva Nación. Y ganó. Siendo diputado al Congreso, continuó la lucha por los desposeí­dos y por los intereses nacionales, con su morral cruzado sobre el pecho y su boina, caminando las calles del centro de la ciudad; lo que le valió que una camioneta lo atropellara. Tras el accidente él pidió que lo llevaran al Hospital San Juan de Dios. Sólo después de enterarse que los diputados tení­an derecho a un seguro, aceptó ser trasladado a Novicentro. Recuerdo ahora que el fondo que les dan a los diputados para sus visitas al interior de la república lo repartió, mes a mes, entre las organizaciones miembros de la ACPD, para fortalecer su organización. í‰l, de hecho, con o sin viáticos como diputado, nunca perdió la comunicación y la cercaní­a, ni interrumpió sus visitas y sus pláticas con la población a la que se debí­a.

Sueño con un dí­a en que podamos juntarnos, otra vez, todos los dirigentes y lideresas de esas valientes e insustituibles organizaciones de desarraigados, “los sectores surgidos” (2) -como les decí­an en corto-, y otros allegados, para rendir el merecido homenaje a Don Poncho y darle las gracias por todo su aporte al reasentamiento de las poblaciones desarraigadas por el conflicto armado: las CPR del Ixcán, de la Sierra y del Petén, los refugiados de las CCPP y de la CBRR, ARDIGUA, Mamá Maquí­n, Madre Tierra e Ixmucané, el CONDEG y los Desplazados de Petén, CONAVIGUA, el CERJ y el GAM.

NOTAS
* Discurso leí­do el 28 de junio 2011 en un homenaje en vida a Alfonso Bauer Paiz
(1) Acuerdo suscrito entre las Comisiones Permanentes de Representantes de los Refugiados Guatemaltecos en México y el gobierno de Guatemala. Guatemala, 8 de octubre 1992.
(2) Se refiere a “Sectores surgidos por la violencia y la impunidad”, antecedente inmediato de la ACPD.

Conocí­ a Don Poncho en 1988, en un momento muy significativo para él y un paso definitivo en su trayectoria, cuando se disponí­a a abandonar Nicaragua para aceptar el compromiso de trabajar con la población refugiada en México y acompañarla en su retorno a Guatemala. Don Pocho habí­a llegado a Nicaragua de Cuba en 1980, donde fungió como asesor del Ministerio de Trabajo del gobierno Sandinista, conducido por el doctor Virgilio Godoy Reyes.

Radicada yo en Managua como parte del equipo del EGP, fui la persona designada para ayudar a Don Poncho y a su esposa, Tere, a realizar la mudanza. Los recogí­ con sus tres o cuatro maletas y una guitarra que Tere se negaba a soltar, en un picopito rojo de la organización. Naturalmente no cabí­amos en la cabina los tres, así­ que Don Poncho se subió a la palangana con los tapalcates y Tere se fue abrazando la guitarra.

Por razones que pasaban a menudo en aquella época, el viaje fracaso por desperfectos del avión y hubo que repetir el operativo completo un par de dí­as después. Esa vez, desde la cabina, abrazando siempre la guitarra, Tere lanzó un sonoro beso cuando pasamos frente al Ministerio de Trabajo y dijo en voz alta, para que todos oyéramos: “¡Ese ministerio pierde hoy a un gran hombre!”  No me cabe duda que su exclamación estaba cargada tanto de amor como de verdad.

Los despedí­ en el aeropuerto Augusto César Sandino sin imaginar que, al cabo de unos años, nos reencontrarí­amos para trabajar en el proceso de Reasentamiento de la Población Desarraigada.

A la distancia supe que Don Poncho habí­a jugado un papel de primer orden en el diseño y la redacción de los “Acuerdos del 8 de Octubre de 1992” (1) para el retorno voluntario, colectivo y organizado de los refugiados guatemaltecos en México.

Durante su posterior trabajo en el seno de la Comisión Técnica para el Reasentamiento de la Población Desarraigada, él serí­a uno de los más fieles defensores de dichos acuerdos. Don Poncho velaba por que no se perdiera ni una letra ni una coma de lo que se habí­a negociado, dado que él consideraba que el Acuerdo de Reasentamiento, firmado posteriormente en junio de 1994, contení­a debilidades y ausencias sensibles.

Unos cuantos meses antes de la firma de la Paz el 29 de diciembre 1996, me integré como asesora a la Asamblea Consultiva de la Población Desarraigada. Don Poncho y Marcos Ramí­rez Vargas, dirigente de las CPR del Ixcán, para entonces ya llevaban dos años trabajando como representantes de la población desarraigada ante la CTEAR, una comisión tripartita (integrada por representantes de la población desarraigada, el gobierno y la comunidad internacional), encargada de crear las condiciones para el cumplimiento del Acuerdo de Reasentamiento una vez que se firmara la Paz firme y duradera.

¿Qué recuerdos de Don Pocho me vienen a la memoria de esa época? En primer lugar su disciplina. La oficina de la ACPD quedaba sobre la 14 calle, entre la 1ª. y 2ª. avenidas, a un costado de la Casa Central. Don Poncho, todas las mañanas, llegaba caminando desde la piscina municipal del Hipódromo del Norte hasta la oficina y, al llegar, lo primero que hací­a era sacar de su maletí­n mí­nimo, toalla y calzoneta y tenderlas en el bañito de atrás. Para él la jornada habí­a comenzado ya varias horas antes con su natación y caminata matutinas. Así­ como aparece en la pelí­cula Testamento lo hemos visto siempre: caminando, con su morral cruzado sobre el pecho, su boina y tal vez un paraguas. A Don Poncho, debo decirlo, le debo nadar y cuidar de esa manera de mi columna.

Su disciplina también se reflejaba en la manera de seguir y anotar las discusiones y recoger, al final, con la mayor precisión posible, los acuerdos alcanzados. Aunque a mí­ me tocaba –la mayorí­a de las veces— redactar las memorias “oficiales” de nuestras reuniones, Don Poncho nunca dejó de llevar las propias. Cada una de nuestras reuniones para definir la forma de tratar determinado problema, las propuestas a llevar ante la CTEAR, la manera de defender los intereses de la población desarraigada frente al gobierno, quedó anotada en las cuartillas y cuartillas que escribió Don Poncho. Invariablemente, un par de dí­as después, Don Poncho nos entregaba copias a todos y, no pocas veces, debió acudir a esas sus memorias y apuntes de cuaderno para clarificar algún acuerdo ya adoptado que estaba siendo dejado de lado.

Junto al licenciado Urrea, discutimos la Iniciativa de Ley Especial de Documentación Personal, que debí­a permitir documentarse a quienes a causa del conflicto armado habí­an perdido sus papeles, a quienes habí­an nacido en el refugio y, muy importante, a las muchí­simas mujeres que jamás habí­an contado con documentos de identificación personal. Esta ley también debí­a facilitar enormemente el tortuoso trámite de documentos a los familiares de los desaparecidos. La voz de Don Poncho para argumentar y defender dicha ley ante los diputados del Congreso fue fuerte y convincente, capeando los aires electorales y la oposición de quienes temí­an favorecer una avalancha de centroamericanos a nuestro paí­s. Hoy, muchas de las personas que fueron documentadas en esa época y que con ese pequeño paso ganaron derechos ciudadanos, enfrentan nuevos y más largos y más caros procesos burocráticos para tramitar su DPI en el Renap.

Recuerdo de Don Poncho también su radicalidad y su firmeza al defender los intereses de la población desarraigada, lo que –en medio de las discusiones y los debates— siempre le valió el profundo respeto de parte de los representantes de gobierno y de la comunidad internacional. Por esa época el gobierno buscaba sacudirse los compromisos que tení­a con la población desplazada interna. Su compromiso, decí­a el gobierno, llegaba sólo hasta el reasentamiento de los refugiados-retornados y, si acaso, a las CPR, que habí­an alcanzado gran notoriedad nacional e internacional por su heroica lucha por “salir al claro” y ser reconocidas como “población civil no combatiente”.

En la ACPD cada acuerdo y cada programa negociado con el gobierno en beneficio de la población desarraigada costaron mucho trabajo y horas de discusión. Internamente, los asesores buscábamos equilibrar los múltiples intereses que se expresaban en una asamblea amplia y diversa como era la ACPD. Pero, además, todaví­a nos atravesaban distintas corrientes polí­ticas, distintas procedencias organizativas. En eso Don Poncho fue inflexible; siempre abogó por la unidad y forzó a encontrar siempre la salida común. Nos regañaba a todos, somatando su gran anillo sobre la mesa.

í‰l siempre se sujetó a las decisiones colectivas; aún cuando hubiéramos discutido mucho y hubiera esgrimido argumentos y posiciones distintas, supo con humildad aceptar y asumir las decisiones colectivas. En ocasiones, movido por su radicalismo e impetuosidad, cometió errores, transgrediendo –tal vez— algún acuerdo colectivo; pero nunca falló en reconocerlo: “Laurita, ¿y por qué no me dijeron?” Su respeto a las organizaciones sociales y el reconocimiento a la investidura de quienes las representaban fue absoluto.

Otra cualidad de Don Poncho que recuerdo con nitidez es su franqueza y su manera directa para colocar sobre la mesa los puntos subyacentes en las discusiones. Nos obligaba a no dar rodeos a los problemas, “al toro por los cuernos”, decí­a, y volví­a a somatar su anillo sobre la mesa.

Nos exigí­a precisión en el uso del lenguaje y nos vedaba el uso de anglicismos: “Implementar viene del inglés, se dice desarrollar.” “No es personerí­a jurí­dica, es personalidad jurí­dica.” Los compañeros se reí­an, pero él explicaba y forzaba el aprendizaje y las razones.

En la ACPD celebramos el matrimonio de Miriam y Don Poncho, así­ como decenas de fincas compradas y miles de parcelas regularizadas, miles de maestros y educadores populares reconocidos, algunas viviendas construidas y demasiado pocos proyectos productivos iniciados.

Al igual que todos en aquella época, Don Poncho nunca devengó un salario como tal. Cada mes recibí­a un estipendio, un presupuesto mensual, que no correspondí­a en nada a su formación, a su trayectoria, a sus capacidades y a su dedicación; pero para el no habí­a nada más sagrado que –como lo dice en el libro de sus memorias—“estar al servicio de los retornados y los desplazados”.

Se despidió de la ACPD para participar en las elecciones de finales de 1999, como candidato a diputado por la Alianza Nueva Nación. Y ganó. Siendo diputado al Congreso, continuó la lucha por los desposeí­dos y por los intereses nacionales, con su morral cruzado sobre el pecho y su boina, caminando las calles del centro de la ciudad; lo que le valió que una camioneta lo atropellara. Tras el accidente él pidió que lo llevaran al Hospital San Juan de Dios. Sólo después de enterarse que los diputados tení­an derecho a un seguro, aceptó ser trasladado a Novicentro. Recuerdo ahora que el fondo que les dan a los diputados para sus visitas al interior de la república lo repartió, mes a mes, entre las organizaciones miembros de la ACPD, para fortalecer su organización. í‰l, de hecho, con o sin viáticos como diputado, nunca perdió la comunicación y la cercaní­a, ni interrumpió sus visitas y sus pláticas con la población a la que se debí­a.

Sueño con un dí­a en que podamos juntarnos, otra vez, todos los dirigentes y lideresas de esas valientes e insustituibles organizaciones de desarraigados, “los sectores surgidos” (2) -como les decí­an en corto-, y otros allegados, para rendir el merecido homenaje a Don Poncho y darle las gracias por todo su aporte al reasentamiento de las poblaciones desarraigadas por el conflicto armado: las CPR del Ixcán, de la Sierra y del Petén, los refugiados de las CCPP y de la CBRR, ARDIGUA, Mamá Maquí­n, Madre Tierra e Ixmucané, el CONDEG y los Desplazados de Petén, CONAVIGUA, el CERJ y el GAM.

NOTAS
* Discurso leí­do el 28 de junio 2011 en un homenaje en vida a Alfonso Bauer Paiz
(1) Acuerdo suscrito entre las Comisiones Permanentes de Representantes de los Refugiados Guatemaltecos en México y el gobierno de Guatemala. Guatemala, 8 de octubre 1992.
(2) Se refiere a “Sectores surgidos por la violencia y la impunidad”, antecedente inmediato de la ACPD.