La tormenta institucional que azota a Honduras refleja las debilidades de los sistemas judiciales de la mayoría de los países de América Latina. Tras la fachada de problema político se agazapa la verdadera naturaleza del conflicto. Se ha pregonado internacionalmente a los cuatro vientos, que el problema es de tipo político. Esa afirmación es valedera si lo entendemos como una expresión del deterioro institucional que sacude a la nación centroamericana: «Â¿Quién es el presidente?» Sin embargo, escarbando más profundo vamos a descubrir que el conflicto tiene más naturaleza judicial que política. En efecto, los tribunales están constituidos para juzgar el accionar de todas las personas, desde el Presidente de la República, hasta el campesino más humilde. Los cuestionamientos respecto de las decisiones y actuaciones del presidente Zelaya debieron ser resueltas por los tribunales. A éstos correspondía resolver si se había cometido algún delito y, en su caso, aplicar la sanción correspondiente (la destitución o desaforo). Los llamados «golpistas» señalaron al presidente de promover acciones contra su Constitución, pero no esperaron la implementación de las resoluciones judiciales (algunas de las cuales efectivamente se dictaron, pero no se acataron). Simplemente decidieron subirlo en un avión y a la fuerza sacarlo de Honduras (la orden de secuestro, amenazas y expulsión ciertamente no emanó de un tribunal). Si se dieron nuevas ilegalidades (desacato, desobediencia y resoluciones contrarias a la Constitución, etc.) y existían pruebas suficientes ¿por qué no continuaron con el trámite judicial? ¿Por qué no esperaron las resultas del proceso? ¿Acaso sus Cortes están de adorno? La respuesta es muy sencilla: porque nadie confiaba en la efectividad de esos tribunales. Nuestros sistemas postulan la teoría de la igualdad de los tres poderes clásicos: Ejecutivo, Judicial y Legislativo, poderes que se controlan y equilibran. Sin embargo casi todos los países de la región hemos vivido desde nuestra independencia (hace doscientos años) bajo sistemas dictatoriales o presidencialistas. La justicia se ha conceptualizado como un ingrediente importante del Estado, pero con alcances limitados. Válido para conocer minucias del pueblo -las disputas de vecinos-, pero ineficaz para resolver las verdaderas crisis institucionales que puedan interponerse con los intereses de turno. En otras palabras se considera al poder judicial como un poder inferior al ejecutivo. Por eso la confianza del gobernante Zelaya de poder actuar sin cortapisas y también la decisión de los golpistas de tomar olímpicamente medidas de hecho. En ambos escenarios se hizo abstracción del rigor de la justicia. Por eso se cometieron abiertas ilegalidades de un lado y del otro. ¡Qué diferente fue el escenario de otro país cuando se acusó a su presidente de promover espionaje político y escuchas clandestinas! í‰ste último tuvo que renunciar (y no hablo de un país «bananero»). Por ello reitero que esta crisis hondureña saca a flote las deficiencias de muchos de los sistemas judiciales latinoamericanos. Con unas Cortes bien consolidadas no hubiera germinado este desatino. Los oxigenados vientos de cambio van a empezar a soplar en nuestros países cuando se descubra que la columna vertebral del sistema democrático son las leyes y el principal sostén es su efectiva aplicación; cuando se privilegie la justicia colocándola en el centro como fiel de la balanza y por lo mismo cuando todos los funcionarios reconozcan que su cargo es meramente temporal y sobre todo ¡que nadie es superior a la ley!