Los años setenta: Prefigurando insurrecciones en la literatura (segunda parte)


Arturo Arias

En el artí­culo del mes pasado empezamos a problematizar la narrativa centroamericana de la década de los setentas. Decí­amos que en el contexto de las transformaciones literarias que tuvieron lugar en los sesentas, los escritores se apropiaron de las voces orales en sus narrativas durante la década siguiente. Entre 1969 y 1983, por lo menos una docena de escritores de los seis paí­ses centroamericanos hispanohablantes publicaron unas dieciocho novelas de primerí­simo nivel, además de publicar muchas otras novelas, testimonios, y colecciones de cuentos. En todos estos trabajos, los procesos de narrar fueron más importantes que la trama, encarnando el lenguaje oral como regulador de información que resistí­a las representaciones tradicionales o hegemónicas. Por medio de estas estrategias textuales, el lenguaje mismo se convirtió en lo representado. La «nueva» novela centroamericana se transformó en una especie de campo de juegos en el cual los intercambios verbales podí­an imaginar nuevos modelos de realidad, de espacio y de tiempo.


Quizás ningún texto de los setentas ejemplifica mejor esta actitud que Pobrecito poeta que era yo… de Dalton. La historia, situada en San Salvador a principios de los sesentas, es acerca de cómo ciertos jóvenes escritores se convierten en arribistas sociales y oportunistas, mientras otros se transforman en militantes revolucionarios. Alvaro se desliza de ser el inventor del «Teleperiódico,» el primer noticiero televisivo de su paí­s, a convertirse en un plagiarista, usurpando la voz subalterna de un campesino llamado Tata Higinio para escribir sus cuentos. Arturo es un estudiante de derecho. La moda de la época dictaba que si uno querí­a ser poeta, tení­a qué estudiar derecho. Roberto critica a Asturias, el premio Nobel guatemalteco, pero tiene dificultad saliendo de su propia mediocridad en un intento fútil por redirigir su energí­a revolucionaria hacia la liberación sexual y el lirismo poético. Finalmente, cae preso. Por medio del diario de Mario, sabemos que este personaje se inició como abogado progresista, pero, incapaz de tomar los pasos necesarios para convertirse en militante, se desliza hacia el alcoholismo y la desesperación, atrapado en su conformismo existencial. Obsesivamente se pregunta a sí­ mismo, «Â¿Para qué escribo?» Como Jorge Chem Sham ha señalado, el diario de Mario problematiza el conflicto entre el egoí­smo individualista burgués y la conciencia revolucionaria, crisis que conduce a la desintegración del sujeto («Complejidad narrativa y principio autobiográfico en Pobrecito poeta que era yo…», p. 173, en Otros Roques: La poética múltiple de Roque Dalton, editado por Rafael Lara-Martí­nez y Dennis L. Seager). A pesar del eventual suicidio de Mario, es por medio de sus enmarañadas meditaciones que las interrogantes más duras acerca de la naturaleza y la función del escritor son verbalizadas, interrogantes de una naturaleza ontológica, existencial y polí­tica que justifican la tradición letrada, sobre-privilegiando así­ a la literatura como mecanismo para enmarcar identidades nacionales. La última sección del texto representa el intento confesional de José por lograr la politización revolucionaria de la estética, primariamente sobre su propio cuerpo, más que con el cuerpo de su trabajo. Como miembro del Partido Comunista que recientemente ha vuelto de Cuba, la suya es la narración alucinante de ser capturado por el ejército, torturado e interrogado por un agente de la CIA que lo acusa de ser el hombre de Castro en El Salvador. Su posterior escape de la prisión es narrada en primera persona. Sin embargo, este no es un final feliz o triunfalista. A pesar de su escape a Cuba y luego a Checoeslovaquia, José cuestiona su supuesto heroí­smo y sobrevivencia: «Prácticamente todos mis amigos están desaparecidos: presos, perseguidos, o… ¿Y yo? ¿Por qué…?» (349). Pero, lo que es aun más, José cuestiona su permanencia en el partido. Al final del texto, se encuentra bebiendo cerveza en Praga, más gordo y solo, todaví­a preguntándose cual deberí­a ser el camino correcto, en un final tí­picamente romántico que reafirma la noción del arte de Schlegel como inacabada, como anota Lara-Martí­nez (190,194). Pobrecito poeta que era yo… es una narrativa sobre el intento del escritor revolucionario por construirse un yo revolucionario literario y poder anclar la modernidad en una «edad de poetas» (Lara-Martí­nez189). A pesar del serio esfuerzo por elaborar lo que el mismo crí­tico denomina una «conversión augustí­nica»a la revolución por parte de los poetas (188), la novela representa más bien su fracaso colectivo en combinar la estética y la polí­tica de manera efectiva. El deseo obsesivo de José de evocar y reinventar su arresto y tortura es parte de su enorme deseo por ser concebido por otros como revolucionario. Para ese efecto ha conjurado una narrativa confesional que le permite auto-representarse como héroe y como lí­der revolucionario. Pero aunque es incapaz de reconocer en sí­ mismo esta configuración, no puede admití­rselo a nadie más. Técnicamente vivo y triunfante al final de la novela, el poeta revolucionario como subjetividad simbólica ya está muerto.

El libro de Dalton, junto con ¿Te dio miedo la sangre? De Sergio Ramí­rez, se convirtieron en las dos novelas definitorias de la década para Centroamérica. Esta última es emblemática no sólo de la subjetividad exí­lica sino también de la búsqueda del territorio/nación por parte del sujeto que continúa aspirando a un mundo mejor. La novela emblematiza las contradictorias acciones de los pasados luchadores contra del somocismo. Su accionar errático pero vital constituye simultáneamente banderas implí­citas de lucha para los nuevos sandinistas, pero también obsesiones neuróticas de pasados fracasos, cargando una abundante presencia de muertos fantasmáticos cuyas voces sólo pueden ser rescatadas o inmortalizadas por el letrado que las ordena polifónicamente y les confiere sentido, pero que señalan a su vez las enormes dificultades, si no imposibilidad, de transformar una sociedad a fondo, convirtiendo toda aspiración revolucionaria en tragedia griega. Es, sin embargo, una tragedia con un barniz irónico de corte aristofánico. ¿Te dio miedo la sangre? toma como punto de partida a un grupo de exiliados nicaragí¼enses residiendo en Guatemala que conspiran para organizar una nueva invasión de Nicaragua en 1957. Las filas de los conspiradores incluyen sobretodo veteranos de la polí­tica nicaragí¼ense de los años treinta que gradualmente se inmiscuyeron con, y luego se distanciaron de, Somoza padre, tales como el Indio Larios, Taleno hijo y el Jilguero, En el juego polifónico temporal hilvanado por la voz narrativa, el lector tiene acceso a un amplio mural kaleidoscópico de la historia de Nicaragua desde que Taleno padre se llevó a su familia a Puerto Cabezas en 1930 durante la guerra de Sandino hasta el fracaso de la empresa del Indio Larios, Taleno hijo y el Jilguero en 1959. Pese a que la novela concluye en 1961 cuando Bolí­var traslada el cadáver de su padre, el Indio Larios, por tierra, desde Guatemala hasta Nicaragua, y deja que el viento se lleve los viejos volantes llamando a la insurrección, el lector accede a la temporalidad histórica con dificultad, ya que las diferentes voces narrativas, algunas en primera persona y otras en tercera, se entremezclan y se trenzan entre sí­, enfatizando el ardor por el protagonismo polí­tico, la nostalgia identitaria de poseer una patria exacerbada por el exilio, y las emociones vitales de protagonistas que cierran su capacidad reflexiva y les impide toda visión estratégica. Las diferentes imágenes de lo cotidiano, cada una con diferentes personajes y ubicadas en tiempos igualmente diferentes, se hilvanan finamente con trazos sutiles que generalmente pasan desapercibidos por el lector. La dictadura se convierte así­ en una calentura incoherente que lo corroe todo como si lo marcara con hierro candente, destruyendo relaciones familiares, amores, socavando la inocencia pueblerina y permeando como mancha grasosa las sensibilidades de todos los que la padecen.

Como contraste, un examen de El último juego (1977) por Gloria Guardia, es también útil, ya que por medio de su empleo sutil de la parodia, revela la construcción marginal de las mujeres y la ausencia de vitalidad inscrita en la masculinidad criolla. El último juego presenta este fenómeno como una consecuencia de la negatividad de los panameños a reconocer sus raí­ces indí­genas, una suerte de desplazamiento identitario resultante de su deseo por ser diferentes del resto de Centroamérica.

La voz narrativa en El último juego es la de Roberto «Tito» Garrido, abogado, diplomático de carrera, y miembro de una de las familias más poderosas del paí­s. Mariana es su amante. La voz discursiva, sea como corriente de pensamiento o como reflejo de la conciencia, pertenece a un hombre. Sin embargo, es una voz de la cual se ha apropiado una mujer, la escritora Gloria Guardia. Dicho eso, cuando Roberto mira fijamente a Mariana, no tenemos simplemente la objetivación de una mujer por un hombre. Tenemos la escenificación de un juego muy singular-una mujer que es objeto de la mirada del hombre, como es imaginada esta acción por otra mujer, cuya intención deliberada es la de desenmascarar el proceso por medio de los cuales se practican las prácticas disciplinarias de género. La escritura misma deconstruye la lógica de apropiación de Garrido, conduciéndolo a un desplazamiento emocional e identitario. Es un proceso sutil, en el cual la subjetividad masculina es gradualmente desmantelada para subvertir el mundo monológico de la patriarquí­a aristocrática que representa Garrido y sus semejantes. Este proceso pre-mediatiza una transgresión sutil: articular los enunciados de Garrido de manera que el discurso patriarcal mismo-por medio de la astucia del discurso irónico-subvierta su propio reclamo de poder. Metoní­micamente, Garrido es Panamá, pero, a su vez, la república misma es una sinecdoque de Garrido.