Los años setenta: Prefigurando insurrecciones


Arturo Arias

En el contexto de las transformaciones literarias que tuvieron lugar en los sesentas, los escritores se apropiaron de las voces orales en sus narrativas durante la década siguiente. Entre 1969 y 1983, por lo menos una docena de escritores de los seis paí­ses centroamericanos hispanohablantes publicaron unas 18 novelas de primerí­simo nivel, además de publicar muchas otras novelas, testimonios, y colecciones de cuentos. En todos estos trabajos, los procesos de narrar fueron más importantes que la trama, encarnando el lenguaje oral como regulador de información que resistí­a las representaciones tradicionales o hegemónicas. Por medio de estas estrategias textuales, el lenguaje mismo se convirtió en lo representado. La «nueva» novela centroamericana se transformó en una especie de campo de juegos en el cual los intercambios verbales podí­an imaginar nuevos modelos de realidad, de espacio y de tiempo. «Pobrecito poeta que era yo…» de Roque Dalton comienza así­:


«Hombre joven, ligera (es un decir) mente sofocado por el calor de la calle (este paí­s es un viejo incendio, etc.). Ha entrado en este bar de nombre tan europeo… precisamente a causa de ese calor anonadante y no ha podido perder aún cierta aureola denunciadora de su prisa santa por llegar de una buena vez a determinado destino final (¿de su jornada, de su vida?) Apasionadamente suyo, inentregable.» (11-12)

De manera similar, Marcos Carí­as mezcla una variedad de discursos orales, escritos y fí­lmicos en «Función con móbiles y tentetiesos»:

«Ven a David: Está a medio camino y hoy es su cumpleaños. Medio cuerpo debajo de la puerta, un pie hacia adelante, una sonrisa dirigida al tendido y el trago a la altura del pecho. La del rincón, en primer plano, es Amapola. Amapola no es precisamente una muchacha; las mangas en escorzo y los aros que relumbran por detrás le corresponden al cortejo de esa noche. No se sintió el teléfono. Estadí­sticas personales revelan que en un 63% de ocasiones sentí­a el teléfono antes de producirse la llamada. Dijo el doctor: «Las personas como usted».»

Ambos textos consisten de voces superimpuestas que se fusionan entre sí­ para darle forma a la narrativa. De todos estos diálogos, monólogos, y fragmentos de escrituras o de lenguas, dialectos o jergas orales que forman una suerte de coro de voces con variantes rí­tmicos e improvisaciones que gradualmente se constituyen en representación colectiva de ciertos sectores en un momento dado.

Los escritores de los setentas reinventaron la necesidad de instrumentalizar el lenguaje como arma intelectual para proyectos emancipatorios, dado su convencimiento de que la literatura era otro instrumento de, si no un instrumento para, la revolución que vendrí­a. Esta construcción de un nuevo imaginario social por medio de la fusión o bricolage de discursos polisémicos fue un proceso intuitivo. Los logros de estos textos no fueron el resultado de una reflexión a priori. Tampoco de manifiestos polí­ticos o artí­sticos, ni fueron simples imitaciones de lo que estaba ocurriendo en el resto del continente durante esos mismos años, o incluso un pensamiento acabado sobre los problemas que tení­an a mano. El camino, si es que lo encontraron del todo, sólo se fue descubriendo sobre la misma marcha. Compartieron, eso sí­, sus ideas, lecturas o intuiciones entre todos, dada la amistad, intercambio regular y juergas continuas que marcaron su perí­odo de mayor creatividad.

Esto no deberí­a sorprendernos. Los trabajos culturales nunca emergen en el plano racional, sino que aparecen de manera flexible, inmersos en enunciaciones «espontáneas» que corresponden a formas alternativas de conocimiento. Esta heurí­stica intuitiva -la emoción creativa detrás de la aparición de las palabras- se convierte en «interna a sí­ misma, una reflexión sobre la importancia del valor del objeto,» como dirí­a Nussbaum (130). Con unos cuantos elementos a mano, el más marginal de los escritores es capaz de inventar un mundo. El aspecto negativo de este proceso de construcción de imaginarios sociales es, desde luego, la falta de problematización de la creencia en la perfectibilidad humana que es «una herencia de las varias formaciones del sujeto racializadas y de género animadas por el colonialismo» (Saldaña, 7), que ha sido señalada como uno de los aspectos por los cuales fracasaron estos movimientos de liberación.

Los escritores centroamericanos escogieron algunas de las variantes estilí­sticas heredadas de los escritores del boom (especialmente de Julio Cortázar y Carlos Fuentes, amigos cercanos de Claribel Alegrí­a, Roque Dalton y Sergio Ramí­rez), a la vez que desplazaron el sujeto representado sin tener conciencia del riesgo de lo que Avelar llama la «estetización de la polí­tica» (29), o bien de lo que implicaba la usurpación de las voces subalternas. Fue una inclinación emocional lo que condujo a esto, una táctica operativa en el contexto de fuerzas polí­ticas que se polarizaban dí­a a dí­a, combinada con una fe ciega en las energí­as liberadoras de la literatura. Este complejo fenómeno condujo principalmente a lo que Nussbaum llama un proceso «evaluativo y eudaimoní­stico» (39), es decir, a emplear las emociones como juicios de valor. Por lo tanto, los escritores de este perí­odo desconocí­an conscientemente que estaban construyendo nuevos sitios de enunciación que articulaban una estética y una hermenéutica polí­tica alternativas cuando ellos se ubicaban en el intersticio donde se mezclan los conocimientos encontrados.

Esta contradicción fundamental explica por qué escritores centroamericanos mimaron discursos y cuestionaron no sólo los centros hegemónicos de decisión cultural, sino también aquellos centros no-hegemónicos que, ante sus ojos, habí­an monopolizado el «poder subalterno» de los marginales validados desde el centro (México, Argentina, Brasil). Estas actitudes contradictorias fueron el precio que la mayorí­a de ellos pagó por su voluntad de ser parte de algo más grande, diferente, más moderno o bien «desarrollado.» En este sentido, la modernización de las economí­as nacionales puede entenderse por lo que Marí­a Josefina Saldaña-Portillo ha denominado «desarrollo nacional como promesa de la era postcolonial» (18), noción que podrí­a de alguna manera ser forzada a hacerse visible a través de las fronteras tanto de los cuerpos de los escritores como de los cuerpos de sus obras (porque la única alternativa que podí­an visualizar era la impotencia de su vergí¼enza identitaria nacional, una realización de insuficiencia). Fue una actitud contradictoria. De haber sido una operación retórica estética, no muy diferente de la evaluación de Avelar sobre los escritores del boom, esta literatura se separarí­a del retraso abyecto de la región. Pero era también diferente porque no pretendí­a ser un sucedáneo efectivo para el progreso. En vez de integrar Centroamérica a la modernidad por medio de la literatura, usaba la modernidad de la literatura para justificar la necesidad revolucionaria de transformaciones polí­ticas y sociales, creando así­ la ilusión de escritores de vanguardia que se autorrepresentaban como el equivalente de una vanguardia revolucionaria.

De hecho, como Ileana Rodrí­guez (xvii) y Saldaña-Portillo (63) han señalado, la narrativa de la revolución fue también la narrativa de la contrucción del yo. Esto fue cierto para la mayorí­a de los escritores de este perí­odo, que se consideraban a sí­ mismos como escritores que también eran revolucionarios. Sus narrativas intentaron constituir una base ideológica para la revolución como justificación implí­cita para la constitución de sí­ mismos como lí­deres revolucionarios. Si bien esto fue primariamente cierto de Dalton, también fue el caso para Ramí­rez, Manlio Argueta o Roberto Armijo, entre las figuras más importantes del perí­odo, y lo fue también para muchos otros (Cea, Flores, Morales, etc.). Desde esta perspectiva, los escritores centroamericanos-particularmente los hombres heterosexuales-se reexaminaron continuamente para verificar que no se habí­an salido de las rutas establecidas por «la causa». Necesitaban reconfirmar constantemente que no «se habí­an perdido en el camino;» de allí­ su reivindicación continua de hablar en el nombre del «pueblo,» no como escritores sino como lí­deres revolucionarios. Esta actitud subraya la contradicción tanto de su deseo de ser lí­deres de sus comunidades -una acción percibida tanto por el escritor como por la polis como deber ético- y su tentación de buscar reconocimiento como modernos maestros de la narrativa en los centros metropolitanos.

Excepto aquellos escritores con algunos recursos económicos -Dalton, Alegrí­a, Guardia, Naranjo, o Belli saltan a la menta debido a su cosmopolitanismo- la mayorí­a permaneció con un comportamiento relativamente provinciano hasta los setentas y, como resultado, frecuentemente exotizaron y reificaron las culturas foráneas. Esto era también una fuente de vergí¼enza dado que, en aquellos tiempos radicalizados, dicha actitud era percibida como individualista, burguesa o traidora. El hecho de que quienes permanecí­an fijos en su indeseable topografí­a centroamericana tuvieran envidia de quienes eran capaces de viajar es indicativo de esta velada lucha de clases dentro del mundo literario. Los que se quedaron en casa no podí­an pensar en mejor epí­teto para los escritores viajantes que el de «vendidos burgueses.» Como respuesta, los otros eran frecuentemente forzados a emplear tácticas de la extrema izquierda, tales como visitar Hanoi en el punto más alto de la guerra vietnamita, Cuba en los años sesenta, o bien la China antes de que llegara Nixon a ella, para probar sus credenciales.

La ambigí¼edad implí­cita generó muchas peleas entre escritores. En Guatemala, la ruptura pública -pública porque tuvo lugar en una serie de ataques personales publicados en las columnas de opinión de la prensa local- entre Marco Antonio Flores y Mario Roberto Morales hacia el final de los setentas- adquirió una dimensión cuasi-épica (cuando no homosocial). En el mismo sentido, José Roberto Cea acaparó el liderazgo moral de los poetas salvadoreños por sobre Armijo o Argueta a principios de los ochentas por residir al interior del paí­s, mientras los otros dos se encontraban en el exilio, en Francia y Costa Rica, respectivamente. En Nicaragua, los escritores que participaban en las múltiples lecturas públicas que tuvieron lugar durante los años del sandinismo peleaban sobre quién abrirí­a y quién cerrarí­a cada uno de esos actos. Estas peleas sobre liderazgo literario eran debates polí­ticos velados sobre el «camino correcto» que los escritores deberí­an supuestamente tomar en aquellas circunstancias desesperadas. En todos los casos, los escritores de este perí­odo escribieron como si la historia les perteneciera.