Los años ochenta, nuevos sujetos, nuevos géneros


Arturo Arias

De la misma manera que la narrativa de los setentas precedió la crisis polí­tica del final de la década, la narrativa de los ochentas, y sobretodo la de mediados de dicha década, precedió a la post-guerra, la cual se inició luego de la derrota electoral de los sandinistas en 1990. Ya para esa fecha estaba claro que las guerras civiles salvadoreñas y guatemaltecas terminarí­an en acuerdos de paz.


Así­ como la narrativa de la década previa no pretendió empezar de cero sino que evolucionó de las premisas desarrolladas en un primer lugar por Asturias en sus mejores esfuerzosBHombres de maí­z (1949) y Mulata de tal (1963)Bel movimiento narrativo de mediados de los ochentas tampocó significó una ruptura con sus predecesores. En vez de ello, continuó construyendo por sobre el cuerpo que los precedió, ese corpus de obras que cubrí­a el terreno desde Cenizas de Izalco (1966) de Alegrí­a y Flakoll, hasta )Te Dio Miedo la Sangre? (1977) de Ramí­rez. De una manera curiosa, los escritores de los ochentas fueron una generación que sintió que ya no tení­an qué Aprobar@ sus credenciales revolucionarias por medio de la experimentación literaria. Eso habí­a sido todaví­a problemático para Asturias y para la Ageneración comprometida@ salvadoreña de mediados de los cincuentas. Pero los escritores de los ochentas simplemente asumieron el legado experimental como suyo, así­ como las extremistas experiencias-lí­mite de finales de los setentas. Tomando por sentada su condición polí­tica y estética como definitoria de su región, intentaron re-narrar elementos olvidados de épocas previas que habí­an perdido prestigio de cara a la urgente crisis polí­tica: la magia, la ilusión, la fantasí­a, el deseo. Pese a ello, estos escritores, aun jóvenes en los ochentas, necesitaban cerrar el capí­tulo sobre la militancia polí­tica que habí­a destrozado sus vidas.

La contradicción fundamental que encontraron en la cima de las crisis sociales de los ochentas fue la de cómo una persona que provení­a de los márgenes de la periferia, la llamada marginalidad de la marginalidad, podí­a participar en relaciones de poder vinculadas a la producción cultural y, al mismo tiempo, producir armas para la resistencia, sin cederle paso al poder metropolitano hegemónico (el que compra o rechaza manuscritos y garantiza la producción, circulación y consumo de productos culturales).

Ya durante los años de guerra (1979 y primera mitad de los ochentas) la Aproducción de armas para la resistencia@ era un papel realizado más y más por el género testimonial, aun cuando los compiladores de testimonios fueran ellos mismos escritores (Dalton, Ramí­rez, Alegrí­a). Para entonces, la literatura Aformal@ se habí­a desplazado hacia representaciones más libidinales, en la dirección de aquellos espacios del deseo y de las emociones que articulaban formas de subjetivación no totalizadoras. Esto se debió parcialmente a la entrada de mujeres en la escena narrativa (Alegrí­a, Aguilar, Naranjo, Guardia, Belli), ya que las textualidades narrativas de las mujeres crearon subjetividades revolucionarias alternativas al modelo masculinista de desarrollo personal que Saldaña-Portillo critica en las escrituras tanto de Guevara como de Payeras. Las mujeres reescribieron las representaciones de género desde dentro del espacio emocional, desde la no-racionalidad, desde la esfera no-consciente. Fue en dichas áreas que la continuidad con la llamada Amoral burguesa@ se habí­a preservado de manera mucho más marcada y ruda dentro de las propias filas revolucionarias por parte de los mismos lí­deres que permanecí­an siendo, en el fondo, machistas autosuficientes quienes, como Ileana Rodrí­guez escribió en Women, Guerrillas, and Love, Adescuidaron, menospreciaron y marginalizaron a las mujeres@(xv), una problemática que Rodrí­guez define como Ala constitución del nuevo sujeto individual/colectivo como masculino y femenino@ (30).

El mejor ejemplo para ilustrar esta tendencia anti-machista en los ochentas lo constituye la narrativa de Gioconda Belli. La mujer habitada (1988) y Sofí­a de los presagios (1990) son consideradas como novelas emblemáticas de la rasgos postmodernos emergentes en la narrativa centroamericana, así­ como de ser puntos de partida para la afirmación de la narrativa feminista en la región. Sobra decir que esas temáticas también prefiguran las que preocuparí­an mayormente a los centroamericanos en el perí­odo de post-guerra que vendrí­a poco después.

La mujer habitada comienza con la voz de una mujer indí­gena llamada Itzá, una reconstrucción del tropo de la mujer combatiente, en lo que constituye un intento por destruir la el patrón narrativo del estado-nación Ablanco@que habí­a emergido desde hací­a aproximadamente siglo y medio. La estrategia textual consiste en articular dos espacios axiológicos, el de Itzá en un naranjal, y el de Lavinia en la casa que contiene dicho naranjal. Lavinia es miembro de la élite de su paí­s, con Arasgos parecidos a las mujeres de los invasores@(11). Su conexión con Itzá es por medio de la identificación de género, y como Amujeres guerreras.@ Lavinia hace un gran despliegue de rebeldí­a aun antes de unirse a la organización polí­tico-revolucionaria. Cuando Lavinia es presentada al hombre llamado Felipe en la firma que la contrata como la primer mujer arquitecta, el texto dice:

Los dos hombres [Felipe y su colega Solera] parecí­an disfrutar su actitud de paternidad laboral. Lavinia se sintió en desventaja. Hizo una reverencia interna a la complcidiad masculina y deseó que las presentaciones terminaran. No le gustaba sentirse en escaparate… Y ella lo odiaba.No querí­a más eso. Por escaparlo estaba allí­. (18)

Cuando Lavinia bebe el jugo de las naranjas de su árbol, el espí­ritu de Itzá entra en sus venas. La fusión simbólica prefigura el processo de ser tasajeada, de violentar el cuerpo, de ser desmembrada por su otredad occidental. También implica un implí­cito deseo lésbico que permanece innombrado: AEspero que me lleve a los labios@ (52). Es una problemática imagen de gestión de poder femenino, sin embargo. Sólo pueden ser combatientes si las dos mujeres son Acomo los hombres.@ Por el otro lado, también podrí­a significar el borramiento de las mujeres, o al menos de la feminidad, dentro del proceso revolucionario. El papel jerárquico superior protagonizado por Itzá, sin embargo, hace que la occidentalidad de Lavinia pierda su transparencia universal, y su personaje se transforma así­, se hace visible, como construcción interpretativa del sujeto/género.

En esta mezcla de voces (Itzá-Lavinia) hay una contaminación deliberada de dos ambientes históricos y subjetivos opuestos. Este proceso cuestiona la transparencia de la representación sin lugar a dudas. Pero a la vez, desafí­a el código por medio del cual el pasado indí­gena nicaragí¼ense ha sido tradicionalmente interpretado. El texto no corre el riesgo de reificar o de esencializar la subjetividad indí­gena en el anhelo de Lavinia por una totalidad que va más allá del texto, más allá de lo que Brian Massumi llama Ala estructuración dual de una identidad especular en la cual una compensa por las carencias de la otra,@ una perspectiva que puede ser Acruzada pero no evadida@ sin convertirse en la otredad. La mujer habitada también nos recuerda que la presencia de los pueblos indí­genas como sujetos subalternos no es normativa; en vez de ello, es una presencia fantasmática si bien recurrente en la mirada de los propios centroamericanos por sobre su horizonte identitario, una presencia fantasmática informada más bien por el miedo regional de ser Ano-occidentales.@ Pese a ello, conocemos el pasado de Itzá no sólo por medio del discurso que lo expresa, sino también por el aliento de su presencia en el presente del texto y por su promesa de continuar habitando el futuro. Esta reiteración, una cadena metoní­mica cuya función consiste en informar la significación del texto, es performativa de la voluntad reguladora del mismo texto por sustentar el rastro simbólico de la indigeneidad como el elemento que sustenta el poder de verdad en el proceso identitario centroamericano. El texto en su conjunto posee una relacion dialógica entre el discurso de Lavinia y el de Itzá que, más allá de las luchas paralelas que conducen a sus respectivas muertes, intenta examinar los términos por medio de los cuales la femeneidad ha emergido históricamente en Centroamérica, y por ello el texto contribuye decisivamente a redefinir el sujeto femenino.

Afirmé con anterioridad que ya para los ochentas, los temas nacionalistas estaban siendo representados más y más por el género testimonial. Esta transición también tení­a que ver con los intereses de los sujetos sublternosBespecialmente los subalternos indí­genas en el caso guatemaltecoBpor hacerse cada vez más protagónicos en la batalla por las palabras. No profundizaré mucho a este respecto, pero podemos verificar esta tendencia al observar que en los ochentas, el discurso nacionalista se encontró fundamentalmente arraigado en las narrativas testimoniales de Rigoberta Menchú, Mario Payeras, Nidia Dí­az, Elvia Alvarado, Ana Marí­a Castillo Rivas, Omar Cabezas o Ví­ctor Montejo, quizás porque su lectura implicaba un conocimiento del contexto paratextual que facilitaba su comprensión de lectura al suspender los aspectos polisémicos de la literariedad, esa región de penumbra en la cual la literatura se convierte en otra cosa, en la posibilidad de una realidad que es preeeminentemente un reclamo polí­tico que articula un poder de gestión por medio de sus actos enunciativos. Habrí­a que agregar que los testimonios son textos multiformes que juegan el papel dislocador de los discursos formalistas ennoblecidos que marcaban previamente las fronteras de una literariedad homogeneizante, asfixiante o excluyente, centrí­fuga. Pero lo hacen abriéndose al diálolgo, e imponiéndolo con la participación activa de sus significantes. No les interesa erigir una supuesta verdad subalterna diferente de la jerarquí­a occidentalista. Les interesa dialogar con ésta última, comprometerla, enredarla dentro de sus enunciados. Despliegan su fuerza en el acto de afirmar su discursividad emancipatoria.

Al mismo tiempo que los testimonios se multiplicaban cuantitativamente y empezaban a acaparar la atención de cierta crí­tica estadounidense interesada en los estudios subalternos, otros escritores tales como Ramí­rez, Cardenal, Chávez Alfaro o Argueta, realizaban transiciones temáticas hacia enfoques menos politizados, tales como las historias de crí­menes pasionales, el béisbol, el misticismo cósmico, el erotismo, el aventurismo histórico, o bien los cuentos para niños. Algunos incluso se silenciaron durante un largo tiempo (Carí­as, Chase y Guardia, quien volvió con un texto narrativo hasta finales de los noventas).

Cuando el sujeto es presentado de esta manera, el énfasis suele recaer injustamente sobre el contenido de los textos. Pero no debemos olvidar que las transformaciones que tuvieron lugar fueron sobretodo lingí¼í­sticas. Mientras que se verificaba un cambio de tono en la literatura Aformal,@ cambio que resalta con claridad en Castigo divino (1988) de Sergio Ramí­rez, el discurso revolucionario fue gradualmente desplazado de la literatura por el género testimonial. Estos cambios le permitieron a las textualidades narrativas alejarse de la retórica revolucionaria que rápidamente se transformaba en cliché hacia fines de los ochentas. La transferibilidad de signos les permitieron a las mismas continuaron a funcionar en niveles de afectividad donde resaltaban los aspectos emocionales o bien los rasgos que intentaban percibir la representatividad social por medio de otros mecanismos, sin tampoco replegarse a las poéticas de la belleza pura.

Aunque pasó casi desapercibido en su momento, en 1985 apareció también la novela póstuma del escritor guatemalteco Luis de Lión, miembro de la etnia maya caqchikel, El mundo principia en Xibalbá. Pese a que la novela está escrita en castellano, constituyó la primera prueba fehaciente del inicio de una nueva narrativa maya, tendencia que continuarí­a de manera más marcada a lo largo de los noventas. De consolidarse como fenómeno literario, este evento con inicio tan modesto puede convertirse en lo más importante que ha sucedido en Centroamérica en los últimos años. Con novelas como las de Gaspar Pedro González o Ví­ctor Montejo, o poesí­a como la de Humberto Ak=abal, Maya Cu, Calixta Gabriel Xiquí­n o Juana Batzibal, se revoluciona la literatura centroamericana, enmarcada por el idioma castellano y con una visión ladina eurocéntrica del mundo pese a los esfuerzos hí­bridos de los autores mestizos más sensibles. Sobra decir que ambas corrientes, la ladina y la maya, se han influenciado interculturalmente. De consolidarse la nueva literatura maya, provincializando así­ la lengua castellana en el sentido definido por Chakrabarty, serí­a el fenómeno literario más importante desde la escritura del Popol Vuh. De manera metafórica, podrí­amos decir que su obra funciona algo así­ como la excavación de cementerios clandestinos, sacando a luz la riqueza y complejidad de una cultura oprimida socialmente y enterrada culturalmente por 500 años.

Luego de 1990, la combinación de la derrota electoral de los sandinistas, los acuerdos de paz negociados entre las fuerzas revolucionarias salvadoreñas y guatemaltecas con sus contrapartes, y las fuerzas globalizadoras que introdujeron con violencia un modelo transnacional de economí­a y de sociedad, reconformando entre otras cosas los mercados literarios regionales, las producción literaria regional sufrió uno de sus cambios más marcados, y dejó de conformarse para siempre dentro de los viejos parámetros nacionales y/o nacionalistas.