La oposición de los diputados a que se apruebe el proyecto de ley de extinción de dominio por temor a que se pueda aplicar a la clase política, es una muestra de lo imposible que es encontrar solución a los problemas más graves del país, porque toda reforma importante tiene que pasar por el Congreso de la República y eso significa que deben ser los diputados quienes aprueben las modificaciones esenciales que el país necesita. Ningún cambio importante y trascendente que permita visualizar un país que privilegie el respeto a la ley podrá surgir del Congreso, porque así como ahora no quieren el menor riesgo al aprobar una ley como la que se pide para combatir al crimen organizado, jamás votarán a favor de nada que le reduzca poder y privilegios a la desprestigiada clase política del país.
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Guatemala sufre un deterioro institucional que hace que muchos califiquen al nuestro como un Estado Fallido o, en el mejor y más benévolo de los criterios, como un Estado sumamente frágil. Ese rescate institucional tiene que tener normas legales que devuelvan al sector público su capacidad y que terminen con prácticas arraigadas que han significado el secuestro de la institucionalidad por los corruptos que operan en todos los niveles de la administración pública y que encuentran en la impunidad el mejor aliciente para seguir enriqueciéndose. No es casual que esa misma clase política, en uno de los más asquerosos pactos de la historia, derogara la legislación sobre el enriquecimiento ilícito, de manera tal que las normas contra la corrupción en Guatemala resultan con penas ridículas.
Pero resulta que cualquier intento de cambio tiene que pasar por el Congreso y eso significa que lo tienen que aprobar los diputados. Salvo las muy honrosas excepciones, que son en realidad una ínfima minoría, el pleno del Congreso siempre antepone intereses personales a los de la Nación o, inclusive, a los de alguna corriente ideológica o política. Los votos en el Congreso no es que estén en venta, sino que son instrumento de chantaje burdo y descarado, de manera tal que no es posible suponer que de nuestro Organismo Legislativo pueda salir algún instrumento que facilite el rescate institucional, porque eso no les conviene a los políticos nuestros.
Y dada la forma en que se integran las planillas de candidatos y la forma en que ya se mueven las aguas para ir posicionando a muchos de los actuales diputados en curules ganadoras, tampoco existe la menor esperanza en el mediano o el largo plazo, porque el monopolio en la postulación lo tienen los partidos y éstos tienen una agenda que no es la agenda de Nación.
Toda reforma o transformación que deba darse en el país tiene que ser aprobada por el Congreso, aún aquellas que no implican reforma a normas constitucionales. Y no hace falta un análisis muy profundo ni elevado conocimiento del comportamiento humano para darnos cuenta que de allí no puede salir nada que realmente signifique la supresión de privilegios y el fin de la corrupción, porque lo que se juega básicamente en el poder legislativo son los negocios de muchos diputados que son contratistas de obras más que legisladores y que usan su voto como instrumento para negociar las obras que les dejarán jugosas ganancias.
En ese marco, babosos tendrían que ser los diputados para ponerse la soga al cuello aprobando la extinción de dominio que se pueda aplicar a casos de corrupción. Si sale la ley será con la salvedad de que los «esforzados dignatarios» de la Nación no están sujetos a su normativa.