Para mí en lo personal y de forma institucional en La Hora, todas las muertes por violencia son dolorosas porque todos los guatemaltecos, como hijos de Dios, tenemos un papel que jugar en la vida, en nuestras familias y en nuestras comunidades y la partida de cada una de esas personas a causa de cualquier tipo de irracionalidad, deja un vacío insustituible que nunca puede volver a ser llenado por nada ni nadie, aunque el mundo siga su curso.
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No obstante, existen acontecimientos que se vuelven paradigmáticos porque terminan representando de manera ejemplar, una cantidad innumerable de situaciones que se repiten a lo largo y ancho del país; hay casos que terminan siendo emblemáticos porque unifican, sin quererlo y saberlo, los sentimientos y experiencias de personas que jamás se han ni siquiera conocido, pero a quienes la vida les deparó caminos similares.
Uno de esos casos en Guatemala es la brutal tragedia de Cristina Siekavizza Molina y la cruel desaparición de sus hijos Roberto José y María Mercedes. Al día de hoy, Cristina es símbolo de inspiración para muchas personas; su trágico fallecimiento le pone cara a la violencia intrafamiliar y a la orfandad en la que se quedan muchos niños cuya madre lo era casi todo en la vida.
Además de esa orfandad, el caso de Cristina representa la situación de miles de niños en Guatemala que sufren no solo por haberse quedado sin su progenitora, sino que, además, continúan su vida lejos de la gente que los puede arropar con cariño genuino, similar al de una mamá.
De manera preocupante, la situación que vivió la madre de dos inocentes niños, también representa a las miles de mujeres que sin que nos enteremos, han sido y siguen siendo víctimas de violencia en sus hogares y que no tienen la capacidad de poder decir: “ya basta”.
Lastimosamente, en este caso se evidencia de nuevo la indiferencia que la gran mayoría social tiene ante la violencia cotidiana y el sufrimiento ajeno; indiferencia que se traduce en el acomodamiento y adaptación para soportar la realidad y poder “seguir pasándola” como decimos en buen chapín.
Representa un sistema y un aparato estatal, que a base de tráfico de influencias, manipulaciones y juegos turbios, es incapaz de proteger y tutelar a los verdaderos agraviados; por el contrario, protege y logra que con el paso del tiempo, en lugar de permitir la ubicación de las verdaderas víctimas, haga que los principales sospechosos de colaborar con el criminal en los días posteriores y posibilitar su huida, gocen de una libertad que no tienen ni los mismos niños Siekavizza. Ni pensar en que el principal sospechoso de la muerte esté próximo a enfrentar la justicia.
En medio de lo negativo, el caso Siekavizza también simboliza a una familia ejemplar, que al igual que muchas otras en nuestro país, han encontrado en la fe y la justicia el camino para seguir luchando y levantarse aún en los días más aciagos, más tristes y dolorosos que pueden experimentar tras la pérdida de un ser querido y la desaparición de dos inocentes criaturas. Pérdida que se agrava por no poder dar cristiana sepultura a Cristina, como les pasó a miles de guatemaltecos, en especial durante el conflicto armado.
Además, nos da una luz que se refleja en algunas personas que ya están hartas del estado actual de las cosas, personas que desean una mejor Guatemala y que en medio de adversidades y riesgos están dispuestas a luchar, a aportar su grano de arena porque no pueden pensar que un mejor país es imposible.
De tal manera, que el caso Siekavizza no solo es de su familia, sino es y debe ser un caso de todos porque encarna lo bueno y lo malo que nos pasa como sociedad y el dolor que han vivido miles de guatemaltecos; realidad que ojalá, algún día, tengamos la determinación de cambiar.