Llueve en el Infierno


Desde que el ser humano decidió trasladarse a las ciudades, dejando el lirismo del campo, poco o nada de belleza se puede encontrar en los paisajes urbanos, a pesar de lo mucho que se esfuercen los arquitectos. O, al menos, la belleza de la ciudad pasa inadvertida para el común de los mortales.

Mario Cordero
mcordero@lahora.com.gt

Por ejemplo, ¡oh maravilla!, ver la belleza en los ojos de las mujeres al salir de sus turnos de las maquilas; evocan la imagen de que es posible salir de los nueve cí­rculos del Infierno, sorteando a los kerberos coreanos que las explotaron durante horas. El solo hecho de pensar en que pronto verán a sus familias, hace que la luz interna se les active y se les salga por la retina, sin importarles que todaví­a tienen que transitar por el purgatorio de las dos o tres camionetas que deben tomar para llegar a casa.

Pero, otra forma de belleza que en los últimos dí­as nos ha sorprendido, es la lluvia; la lluvia en la gran ciudad es un motivo para verla reflejada sobre el suelo. Los charcos impregnados sobre el asfalto son espejos que distorsionan los altos edificios, y los hacen ver lo lúgubres que son; son como ver la distorsión de la Tierrapaulita de «Mulata de tal» de Miguel íngel Asturias.

Estos espejos de agua lucen tristes; lo grisáceo del dí­a es sólo el marco para vernos reflejados con tristeza sobre los charcos. Y es que, precisamente, el invierno nos demuestra cómo somos. Nuestra ciudad de la Nueva Guatemala de la Asunción, refleja una imagen distinta a «Tú eres la ciudad».

Gente con temor en los asentamientos, ya que en cualquier momento pueden rodar, con todo y casa, hasta el fondo de un rí­o de desagí¼e que ha crecido por la lluvia.

La moda que lucí­amos en la pasarela de la primavera/verano se quedó guardada en la casa, porque la lluvia, los charcos y los automovilistas sin escrúpulos que mojan a los transeúntes, hace casi imposible que nos enmascaremos con nuestras ropas de Yves Saint Laurent (q.e.p.d.) o de Bullocks.

En el asfalto, los vehí­culos deben sortear los cráteres en constante erupción de lodo y agua empozada, para evitar que, en cualquier momento, el automotor se quede varado en plena ciudad, desconsolados, mientras el cielo llora por nosotros, al ver la poca solidaridad de la gente que, en lugar de ayudarte, te bocina porque es un pecado mortal que tu carro te falle.

La lluvia nos refleja como la ciudad esperpéntica que somos; el invierno es poético, pero muy triste, y cualquier persona, con un poco de sensibilidad, camina con la espalda curveada y la cabeza gacha, bajo la lluvia, recriminándose el olvido, ese dí­a, del paraguas.

Y, mientras tanto, en el campo, que aún conserva toda su poesí­a en sus verdes paisajes, se ve cómo un pequeño chipi chipi se convierte en un alud, y obliga a trasladar a las personas a albergues, para que escuchen caer la lluvia en techo ajeno, lejos de toda esperanza de cambio, a pesar de que el Gobierno baje los aranceles, pensando en que de esa manera nuestro pueblo tendrá qué comer.

La lluvia nos encuentra así­: desnudos, desmoralizados, temerosos, hambrientos y con una ciudad construida con base en los barrancos que no son capaces de mirar para arriba e intentar salir de uno de los cí­rculos del Infierno. (http://diarioparanoico.blogspot.com)