Llena de gracia


Marco Vinicio Mejí­a

Ayer, se conmemoró la Inmaculada Concepción de Marí­a, que en 1760 fue declarada patrona principal de la corona española y de sus posesiones en América. Durante la evangelización en el siglo XVI, los conceptos abstractos de Dios y el de la Trinidad no pudieron ser traducidos a las lenguas aborí­genes en lo que ahora es Guatemala, por lo que la devoción a la Virgen tuvo un lugar privilegiado. Los invasores europeos llevaban imágenes sagradas, convencidos que ayudarí­an en sus empresas bélicas. El estandarte de la Virgen Marí­a fue utilizado por los frailes con tal profusión que los indí­genas pensaban que Santa Marí­a era uno de los nombres de Dios. Es posible que atrás de las imágenes de la Virgen Marí­a se escondiera algún culto por determinadas divinidades agrarias como la Madre Tierra.

Los indí­genas se identificaron más con las imágenes porque era una manera de expresar su religiosidad reprimida. Los antiguos dioses pudieron tomar un lugar, si bien no dejaron de ser asociados con los demonios, seres con lo que algunos frailes sostuvieron encarnizadas luchas. La proliferación de imágenes también obedeció a las disposiciones del Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI, que precisó más el fervor cristiano por las reproducciones figurativas. El fervor popular determinó que los concilios eclesiásticos precisaran la naturaleza del culto a las imágenes, reservándose la latrí­a a Dios, la dulí­a a los santos y la hiperdulí­a a la Virgen Marí­a. No se adoraron las imágenes en sí­ mismas, pues son piedra y palo, sino por la divinidad que representan. Al adorar un solo Dios, habí­a lugar para el Sol precolombino; la hiperdulí­a de la Virgen permití­a la permanencia de la Luna, mientras la dulí­a de los santos posibilitaba que las estrellas mantuvieran su lugar en el cielo.

El cristianismo traí­do por los españoles viví­a una tensión en relación con el aspecto femenino de la divinidad. Se habí­a heredado del judaí­smo la tradición monoteí­sta, con la extrema masculinización de Dios, a lo que se agregaba el desprecio hacia las mujeres, descendientes de Eva, la madre pecadora de todos. El carácter patriarcal del cristianismo se manifiesta en que el Padre y el Hijo es hombre, mientras el Espí­ritu Santo está sujeto a la indeterminación del género, pese a su condición gramatical masculina. Esa í­ndole se recalcó con la escasa presencia de Marí­a en el Nuevo Testamento, mientras los cristianos gnósticos fueron reprimidos por creer en Dios como una entidad tanto masculina como femenina, Padre y Madre.

El marianismo popular está estrechamente relacionado con lo femenino y lo masculino, como expresión de la Humanidad. Lo femenino de Dios es el pleno amor divino de Dios y se revela en Jesucristo por el Espí­ritu. Es un amor que puede darse tanto en clave femenina como masculina.

En lugar de recurrir a las categorí­as del pensamiento culturalista tradicional, de í­ndole patriarcal, se abre la posibilidad de acercarse a la espiritualidad popular, lejos de fronteras o exaltaciones patrióticas, inspirándose en la grandeza de la mujer del pueblo de Nazaret, Marí­a, la madre de Jesús.