Ya deberíamos estar acostumbrados a que tras un busazo como el que ayer cobró más de cuarenta vidas, se levante una ola de indignación contra los transportistas y se hable de la necesidad de estrictas normas para mejorar la seguridad en el transporte. Mañana o, a lo sumo, al fin de semana, todo volverá a ser historia y nadie moverá un dedo para impulsar la reforma necesaria a la Ley de Tránsito a fin de impedir los abusos de pilotos y propietarios que se traducen en este tipo de tragedias que se dan de manera cíclica, cada poco tiempo.
No tenemos, como sociedad, suficiente capacidad de centrar nuestra atención en las cosas fundamentales e importantes y antes de que termine la semana nuestro foco estará ya orientado en diferente dirección. Las 45 vidas que hasta el momento de escribir este comentario se reportan como perdidas dejarán de ser noticia y ni siquiera le daremos seguimiento a los reclamos de los damnificados para exigir el pago de un seguro que, con mucha probabilidad, será disputado hasta donde sea posible.
Y cuando vuelva a producirse otro accidente en un bus sobrecargado, encomendado a un piloto sin experiencia ni capacidad que además conduce a velocidades extremas, volverá el “llanto y el crujir de dientes”, con una sociedad rasgándose las vestiduras y buscando culpables entre los escombros del bus accidentado. Los culpables no iban en el bus ni usan el transporte colectivo de pasajeros, puesto que son quienes tienen el poder para imponer un nuevo modelo de transporte que rompa con esos vicios que hacen que los pilotos encuentren la oportunidad de hacerse su sueldo sobrecargando los buses, repletándolos con personas que al final terminan siendo las víctimas inocentes de un modelo de negocio perverso.
Oír a los mal llamados empresarios del transporte justificar la sobrecarga como una decisión del piloto, al que en forma más que eufemística ahora califican de “gerente de operación del bus” da grima porque es la codicia y voracidad de esa gente la que generó el modelo en el que mientras más gente “rempujen” en una unidad, mejor es para el bolsillo de un ignorante que pone en peligro su propia vida y la de sus semejantes.
Limitar la velocidad de las unidades es indispensable para evitar excesos, pero hace falta algo más que una licencia clase A para que alguien se convierta en piloto del transporte colectivo. La sanción por velocidades excesivas y sobrecarga de pasaje tiene que ser durísima y ejemplar, como durísima es la muerte de tanta gente inocente.
Minutero:
Ya con tanto antecedente
no vale hablar de “accidente”;
con un transporte inhumano
pasará tarde o temprano