Como la mayoría de los guatemaltecos sin filiación política, yo ya estaba hasta el copete con la ruidosa, fastidiosa y dispendiosa campaña electoral, de manera que, independientemente de los resultados de los comicios del pasado domingo, sentí un alivio cuando desde el día anterior ya no escuché en la radio, no vi en la televisión ni leí en los diarios impresos la propaganda de los candidatos a cargos de elección popular.
Derivado de ese empalago me había propuesto ya no abordar en mis artículos temas referentes al proceso electoral, sus resultados y secuelas; sin embargo, no soy capaz de sustraerme a ciertos aspectos que considero interesantes, por no decir humillantes o bochornosos para algunos de los protagonistas activos y sus colaboradores asalariados o espontáneos, como es el caso del obstinadamente sonriente Alejandro Sinibaldi, cuya arrogancia en el derroche de pisto contrastaba con la modesta publicidad del agradable señor Roberto González (ambos excandidatos a la alcaldía capitalina), quien sin hacer alarde de ninguna naturaleza logró un decoroso segundo lugar en la disputa por el cargo que finalmente retuvo el alcalde ílvaro Arzú, para disgusto de todos sus adversarios políticos y mediáticos, aunque la cantidad de votos que logró es mucho menor que los alcanzados por el mismo controvertido personaje en las elecciones de 2007.
Ignoro los nombres y no me importa conocer a los asesores de imagen o consultores de la campaña publicitaria del despilfarrador Sinibaldi, postulado por el Partido Patriota; pero me imagino que no pensaron que ese desparramo de dinero convertido en centenares de vallas y millares de anuncios radiales y televisivos, además de los avisos en los periódicos, era contraproducente, porque cualquier ciudadano sensato no puede concebir que un candidato a la Alcaldía, aunque se trate de la capital de la República, pueda erogar una millonaria cantidad de plata –cuyo cuantioso monto el pueblo nunca lo sabrá– sin que oculte intenciones alejadas de determinados valores y principios que aun en política son indispensables.
Ni siquiera un genio del camaleonismo político que resultó apologista extemporáneo del candidato del PP tuvo el alcance de sugerirle a Sinibaldi que no procediera con tan abierto desparpajo en el gasto o inversión publicitaria, porque derivaba en insulto para el capitalino de la clase media o una bofetada para la escondida y mancillada dignidad de los habitantes de las áreas marginales.
Ni tres o cuatro excandidatos presidenciales que quedaron en los últimos lugares del escrutinio, reuniendo entre sí sus erogaciones propagandísticas, dispusieron de la fortuna que malbarató el aspirante a la alcaldía capitalina de la alba dentadura y la blanca tez, para que finalmente fuera relegado a un degradante tercer lugar, superado por Roberto González, quien, por su sencillez y moderación publicitaria, se granjeó la simpatía de casi un tercio del electorado del municipio más importante del país.
Respecto a las encuestas, nuevamente se equivocaron los medios y las empresas dedicadas a esos menesteres, porque algunos diarios llegaron al extremo de vaticinar que el candidato Otto Pérez Molina o ganaría en la primera vuelta o estaba a punto de rozar el 50 % de las intenciones de voto. No fue así. Allí están las cifras que desmienten tan exagerado y desinteresado optimismo.
(El analista Romualdo Tishudo asevera que cierto consultor político de Sinibaldi es el tipo que le saca el reloj de la muñeca al excandidato, le dice la hora y aun le cobra por ello).