Dr. Jorge Mario García Laguardia.
He sido una persona que ha nacido y vivido entre libros. Soy hijo de maestro y yo mismo soy maestro. Me ha tocado en la vida tener diversas responsabilidades: periodista, abogado, notario, magistrado judicial, historiador, funcionario, investigador y diplomático, pero como decía Sarmiento, de vocación soy solo maestro.
Nací entre libros, hijo de un gran maestro antigí¼eño Mardoqueo García Asturias. Los primeros objetos que de niño tuve para observar y jugar fueron libros, que aprendí a respetar y cuidar desde el inicio como verdaderas joyas familiares. Así aprendí a acariciarlos, admirarlos y ordenarlos, como mi padre lo hacía con orden republicano. Con desorden cada vez mayor, en años posteriores, las diferentes casas en las que hemos vivido como peregrinos prematuros, se han llenado de libros que he acumulado consciente e inconscientemente. Algunos los he llevado de aquí para allá y la mayoría los he dejado en el camino con dolor. Posiblemente el que más quiero, es la edición principesca del «Canto General» de Pablo Neruda que en una época trágica de quema de libros, en 1954, se salvó de las llamas en la esquina de la casa de mi novia de entonces, hoy mi esposa, y que mi cuñado, un muchacho de escasos años, salvó de las llamas, sin saber qué se llevaba, sólo que era una obra muy grande y muy bella. Era un ejemplar de la edición numerada que se vendió en América Latina por suscripción y de los cinco libros suscritos en Guatemala, a mí me quedó el de la biblioteca en llamas de la Confederación General de Trabajadores.
Mi esposa se queja, cuando ya no soporta, que los libros ocupan más espacio que nosotros, y que parece que nos expulsan del hogar. He atesorado en mi ya larga vida varias bibliotecas que he tenido que abandonar en mi largo peregrinaje. La última, a mi regreso definitivo a Guatemala después de mi larga estancia de trabajo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Autónoma de México, la doné como homenaje al instituto que me protegió y en el que me desarrollé y formé definitivamente y en el que publiqué la mayoría de mis libros. Uno de mis más grandes orgullos es ver mi nombre en el amplio salón de lectura de la biblioteca del instituto, la mejor de carácter jurídico de Latinoamérica. No olvidemos, y aquí es bueno recordarlo, que fray Payo Enríquez de Rivera trajo muy cerca de aquí en 1660 la primera imprenta y que José de Pineda Ibarra fue su primer impresor. He vivido siempre entre libros. Trabajo leyendo, descanso leyendo y me divierto leyendo, gozo viendo, tocando, hojeando mis libros y los ajenos, algunos de los cuales han quedado conmigo por descuido.
Mis mejores amigos han sido amantes de los libros. Recordaré aquí a cuatro antigí¼eños, entre ellos, mis maestros de la generación de mi padre, Pedro Pérez Valenzuela, quien tanto se preocupó por develar los polvorientos infolios en el Archivo General de Centro América, al grado que junto a Joaquín Pardo, descubrió el original del Acta de Independencia de Guatemala. El propio Pardo, de quien dije al dedicarle mi primer libro «La Génesis del constitucionalismo guatemalteco», que «tenía la obligación de vivir más»; era un justo tributo a su infatigable trabajo por salvar la memoria escrita de nuestro país. A propósito, fueron muchas las ocasiones que en este recinto histórico escuchamos su autorizada voz, hablando emocionado de admiración por esta Ciudad de Santiago de Guatemala y también en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales y en el Archivo General del gobierno, donde siempre me consideré su discípulo.
Cesar Brañas, mecenas de quienes durante tantos años colaboramos con el diario El Imparcial y quien tempranamente y sin prejuicio alguno nos abrió a varias generaciones y a mí, la famosa tercera página del periódico que lamentablemente desapareció con él. Pertinente recordar aquí su poema «Â¿Para qué volver?», que así canta su amor por esta ciudad: «í‰stas son las calles que crucé de niño, las viejas iglesias, los muertos conventos donde viví el éxtasis de otras existencias, los parques de amores y deslumbramientos y las alamedas, casas amigas, las tristes escuelas de oscuros tormentos, torres con relojes de tiempo dormido, ventanas ansiadas, muros cenicientos».
Y nuestro gran Luis Cardoza y Aragón, el de atrás de la Catedral, cuando llegué a México en mi primera estancia larga, una de las primeras acciones que hice, fue visitarlo en su apartamento de la vieja calle de Huatabampo en la colonia Roma sur y durante todas mis dos largas estancias en Ciudad de México, lo visité muchas veces. La primera vez que me conoció me dijo: «te pareces a tu padre cuando estábamos en el instituto de Antigua; con tu padre y con Cesar Brañas dirigimos un periódico que se llamo El Instituto y allí publiqué uno de mis primeros poemas que se lo dediqué a él. Y cuando lo vi por última vez, poco antes de morir, ya en la casa de Coyoacán, sede de la Fundación Luis Cardoza, al despedirme en la puerta, al comentar mi afirmación de que se veía muy bien físicamente me dijo: «Sí, estoy más o menos bien, pero es peor: estoy viejo y posiblemente no nos volveremos a ver». í‰l tenía 94 años y así fue.
Cuando tuve que escoger tema para mi tesis de Doctorado en Derecho Público que defendí en la Universidad Nacional Autónoma de México, volví los ojos a nuestros grandes antigí¼eños y trabajé durante largos años en los Archivos de España, México, Costa Rica, Honduras y Guatemala, con la participación de Antonio Larrazabal en el primer constituyente español. Creo que el trabajo de Brañas y mi libro sobre el tema, publicado en su tercera edición por el Fondo de Cultura Económica de México, han casi agotado la investigación sobre nuestro gran patricio antigí¼eño, cuyo nombre lleva nuestro importante instituto de segunda enseñanza.
Todo esto ha sido una demostración de adhesión ilimitada a la ciudad. A ella he vuelto cada vez que he podido. En ella he escrito gran parte de mis trabajos de investigación histórica. Tengo una inmensa devoción para el monumento, el que he gozado permanentemente y lo he defendido cuanto he podido. Mi amor a la Antigua es casi físico. Aquí respiro mejor, y aún mejor en la Capitanía General San Cristóbal, lo que quedó de la finca Las Ilusiones, de mi bisabuelos, y que yo cuido ahora.
Una última reflexión. Debemos cuidar la supervivencia de los libros. Aprender a leer un libro es aprender a entender el mundo. La palabra libro está cercana a la palabra libre y parece ser que las dos vienen del latín liber. El libro es uno de los instrumentos creados para hacernos libres, libres de la ignorancia y de la ignominia, libres de los tiranos, de los demonios de la trivialidad y de la pequeñez. Es necesario que la política de los gobiernos del mundo y del nuestro, envueltos en el caos de la búsqueda del lucro y de la competencia sin reglas, vuelvan su vista a la cultura y la sabiduría, que es la única que nos salvará. Se sabe que el perro es el mejor amigo del hombre, Alfonso Reyes, el escritor latinoamericano de la generación de Miguel íngel Asturias, decía que acompañados de nuestros perros -el mío se llama «Licenciado»- y de nuestro libro preferido, podríamos ir tranquilamente hasta el infierno.