Leyes naturales de la vida


Para intentar hacerlo sonreí­r un cachito, dedicaré este espacio a sintetizar algunas leyes naturales que casi nunca fallan, como la denominada ley de la búsqueda indirecta, que se resume en que el modo más rápido de encontrar un objeto, es buscar otra cosa, con la certeza de que siempre encontrará aquello que no estaba buscando.

Eduardo Villatoro

Le voy a citar varios ejemplos. Aquí­ van algunos referentes al teléfono. Cuando usted habla por esta ví­a y desea apuntar algo, si tiene bolí­grafo a la mano, no encuentra papel, o a la inversa; y si tiene ambos, a quien usted quiere contactar no está o no contesta la llamada. Cuando marca un número equivocado, tenga la seguridad de que no está ocupado; y cuando decide bañarse y está solo en casa ya con el cuerpo enjabonado, suena el timbre del teléfono o de la puerta de calle.

La ley de las colas y atascos de carros funciona así­: la fila de al lado siempre avanza más rápido, pero si usted logra colarse en esa hilera, la que dejó tiende a avanzar más ligero. No ayuda cambiar de carril. Si está en un banco y hay tres filas, usted escoge la cola de 4 personas, y no la de 8 o 12 usuarios; pero resulta que los dos sujetos que van delante suyo van a depositar montones de dinero en monedas metálicas y billetes arrugados. La ley no se altera.

No se olvide de las leyes de la vida. Todo lo bueno de la existencia es ilegal, inmoral o engorda; la edad es un precio demasiado alto a pagar por la madurez; es mucho más fácil obtener perdón, que permiso; la conciencia es aquello que le duele cuando las otras partes de tu cuerpo se sienten muy bien. ¿Y sabe lo que es un cachivache? Por supuesto que sí­. Es un viejo objeto sin uso que durante años ha guardado, y de repente lo bota, cabalmente un dí­a antes de que lo necesite.

Otras leyes que se cumplen indefectiblemente se refieren a casos como éstos: cualquier pequeño objeto que esté usando y se le cae de las manos, irá a parar al más recóndito lugar, de igual manera que cuando más importantes son las notas que está escribiendo en un papel, se le acaba la tinta al bolí­grafo o se rompe la punta del lápiz.

Si está escribiendo un documento importante en su ordenador, es previsible que cuando ya está por terminarlo, después de dos horas de trabajo, consultas a diccionarios y llamadas telefónicas a especialistas en la materia, ocurre que oprime inadvertidamente una tecla que borra todo lo escrito.

No se asombre si usted, cuidadoso lector, luego de haberse vestido elegantemente, para asistir a una reunión importante, faltando pocos minutos para la cita, se mancha la camisa con la pluma de fuente, o el traje con pasta dental. O si se trata de una acicalada lectora, no es inaudito que cumpliendo con los ruegos de su marido, usted ya está convenientemente ataviada a la hora prevista, para llegar a tiempo a la misa de la boda de su mejor amiga, sobre todo porque es madrina de velo.

A punto de llegar al templo se da cuenta que no se pintó las uñas y entonces le pide, suplica, ruega, exige o amenaza a su marido que busque una farmacia, para comprar un frasquito de esmalte de uñas.

Espero que usted, varón valiente pero olvidadizo, no le suceda lo que le solí­a acaecer a un célebre arquitecto guatemalteco, cuyo nombre omito por respeto a sus familiares, porque el famoso urbanista ya atravesó la frontera entre la vida y la muerte; pero dejó un importante legado en lo que respecta a la nomenclatura de calles y avenidas de la capital de la República y las restantes ciudades del paí­s, además de que la han adaptado en otras metrópolis latinoamericanas.

Según cuentan las malas lenguas, que nunca faltan, el aludido arquitecto invitaba a su esposa a presenciar alguna pelí­cula en las desaparecidas salas de cine Pálace o Cápitol, en la 6ª. avenida. Dejaba su automóvil en un estacionamiento cercano, llegaba con su cónyuge al salón donde se exhibirí­a la pelí­cula escogida, pero como era un poco temprano le decí­a a su esposa que saldrí­a un momento a observar las carteleras que, en el vestí­bulo, anunciaban las cintas que se estrenarí­an próximamente.

Comenzaba su recorrido en la puerta de acceso a la sala donde la doña consumí­a un paquete de poporopos, caminaba lentamente observando cada cartel, y, de repente, se encontraba en la acera de la concurrida avenida. Llegaba a la esquina de la 13 calle y allí­ abordaba un autobús que lo conducí­a a su casa adyacente a la calzada Raúl Aguilar Batres, donde preguntaba por su esposa. Alguien se encargaba de ir por ella y por el auto.