LEYENDAS MESTIZAS DE GUATEMALA


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El caballo de Hernán Cortés y el lago de Petén Itzá
Una fuerte tempestad azotaba la isla de Flores. El nivel de las aguas del lago parecía subir poco a poco. Lucía tuvo miedo de que el agua llegara hasta su casa.

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Celso Lara Figueroa
Universidad de San Carlos de Guatemala

Así que, como la hermana mayor y la responsable mientras sus padres estuvieran fuera de la casa, les ordenó a sus dos hermanos, Gustavo y Gerardo, que subieran al poyo de la cocina.  Los tres niños estaban asustados, pero Lucía tenía que demostrar fortaleza ante los más chicos.
Afortunadamente, después de un buen rato, el agua no llegó a entrar por el piso de la casa y sus padres llegaron.  Miriam y Edgardo habían quedado atrapados por la lluvia en Santa Elena, porque el conductor de la lancha que los llevaba hasta la isla no salía hasta que disminuyera la tempestad.
   “¡Mamá!”, “¡Papá!”. “¡Qué bueno que llegaron!”  Fueron las exclamaciones de los pequeños cuando los vieron entrar.  Aunque su presencia no disminuía el peligro, los niños se sentían protegidos.  “No se preocupen, el agua no llegará hasta la casa, para eso mi abuelo la construyó sobre esta parte alta.  Por eso son necesarias las gradas de acceso frente a la casa”, les dijo Miriam.
   Y los patojos de la escuela que se burlaban de nuestras gradas verdes, comentó Lucía.  El verdadero peligro es que el nivel del agua sube y baja cada cierto tiempo, les dijo Miriam, y estamos en la época de subida, por eso los antiguos solamente construían en ciertas partes de la isla.  De ellos aprendió mi abuelo.

  ¿Por qué suben y bajan las aguas?  ¿Por la lluvia?, preguntó Gustavo.  Todavía no se sabe, pero parece que las lluvias sí afectan, porque aumentan la cantidad de agua y no existe una forma de salida para ella, les explicó Edgardo.
    A mí me contó el abuelo una historia, añadió Miriam, ¿quieren oírla?  ¡Sí! respondieron los tres niños al mismo tiempo.
    Todo comenzó hace mucho tiempo.  Cuando los primeros pobladores vivían en la isla y los alrededores del lago.  Ellos sabían conjurar a las fuerzas de la naturaleza para que no dañara la isla.  Los reyes hacían sacrificios para evitar que la lluvia dañara a las personas y a las plantaciones.  Ofrendaban su propia sangre a los dioses.  Pero llegaron reyes que se preocuparon más de la guerra y de su propio poder que de sus ofrendas y de sus súbditos. Entonces, los dioses castigaron a la región con fuertes lluvias, que inundaron los islotes, partes de la isla y arruinaron las siembras.
   Los pobladores, asustados, dejaron de obedecer a sus reyes y abandonaron la región, pero las lluvias continuaron.  Hasta que uno de los descendientes de los reyes volvió a sacrificarse a sí mismo.  Se perforó los lóbulos de las orejas, la nariz y la lengua para extraer su sangre y ofrecerla a los encolerizados dioses.  Entonces, la lluvia cesó y todo volvió a la normalidad.
   Sin embargo, con el paso del tiempo, nuevos reyes volvieron a olvidarse de su obligación y el cielo volvió a ensombrecerse más de lo normal.  Casualmente, en esa época, un grupo de extranjeros pasó por la región.  Eran unos bárbaros con armas mortíferas, que escupían fuego y mataban a muchos guerreros.  Además, llevaban enormes animales sobre los cuales montaban.  Llamaban caballos a esos animales.  Nunca, nadie, había visto animales semejantes.  Si se les molestaba podían atacar a las personas y les servían a los extranjeros para dañar las cosechas y atacar a los guerreros.

Por fortuna, los extranjeros no querían adueñarse del lago, ni de sus pobladores.  Iban de paso.  Gracias a un intérprete supieron que viajaban al oriente, en busca de uno de los suyos, a quien pensaban castigar severamente por desobedecer las órdenes de su jefe.  El jefe de los extranjeros, a pesar de ser un bárbaro, fue amable con los reyes y evitó que sus huestes dañaran a la población.  Sus tropas lo llamaban Hernán Cortés.

El caballo del jefe era uno de los más hermosos que llevaban los extranjeros.  Algunos contaban que era negro como la noche, mientras que otros afirmaban que era blanco como la Luna llena.  Lo cierto es que el animal era imponente.  Sin embargo, mientras el jefe y algunos de sus hombres buscaban venados para cazar y alimentarse, el caballo sufrió un accidente.  Tropezó contra unas ramas y se rompió una pata.  Entonces los pobladores y los reyes descubrieron que los extranjeros y sus animales también podían ser dañados.

Cortés y sus tropas tenían que continuar su marcha.  Entonces, le dejaron al rey el caballo, con el encargo de que le curara.  Le dijeron que volverían al año siguiente por el mismo camino por el que se iban.  Sin embargo, ni los reyes ni sus súbditos sabían cómo alimentar al caballo.  Le ofrecieron carne de venado, carne de serpientes, pescados y otros animales, el pobre animal enflaqueció y murió. 

El animal murió cuando empezaban las lluvias, entonces los reyes decidieron arrojar su cuerpo al lago para ofrecerlo a los dioses y, efectivamente, la lluvia no dañó las plantaciones ni a los pobladores.  Así que decidieron hacer una réplica del caballo en piedra, para que les ayudara a recordar sus ofrendas a los dioses.

    Cada temporada de lluvia, los pobladores hacían ofrendas a los dioses, frente a la imagen del caballo, junto al lago.  Pero, pasadas varias generaciones, volvieron a llegar extranjeros.  También llevaban armas de fuego y caballos, pero esta vez sí querían conquistar a los pobladores.  Cuando se aproximaban a la región hubo señales en el cielo que anunciaban catástrofes y calamidades para todos.

Los reyes y sacerdotes no sabían qué hacer ni a quién pedir.  Sin embargo, no estaban dispuestos a rendirse.  Así que lucharon cuanto pudieron por defenderse de sus atacantes, pero estaban mejor armados que ellos y fueron vencidos.  Cuando los extranjeros llegaron a la isla encontraron la imagen del caballo y las ofrendas dispuestas para los dioses frente a él.

   Cuentan que unos de los extranjeros, vestidos de forma diferente y a quienes llamaban frailes, ordenaron que la imagen del caballo fuera arrojada al lago y las ofrendas destruidas.  Así, los pobladores no pudieron hacer sus ofrendas y, cuando llegó la temporada de lluvias, otra vez empezó a caer demasiada agua.  El nivel del lago subió y amenazaba con inundar toda la isla y los islotes.

 Ya no había reyes, por lo que la gente empezó a pedirle a los gobernadores que les ayudaran.  Los funcionarios no sabían qué hacer, porque no conocían la causa de la lluvia ni de las inundaciones.

  Cuentan que uno de los ancianos, que había visto las ofrendas frente a la imagen del caballo, vio el lugar donde habían arrojado la estatua.  Dicen que fue él quien sugirió que se arrojaran nuevamente ofrendas en el lago para evitar la catástrofe.

  Un grupo de ancianos, sin tomar en cuenta a los gobernadores, realizó la ofrenda.  No al caballo, ni al lago, ni a los dioses, sino al nuevo Dios que les habían llevado los extranjeros.  Los ancianos habían comprendido que si solamente existe un Dios, era a él a quien se le daban antiguamente las ofrendas, solamente que con otros nombres, y entregaron sus obsequios.    El agua se calmó y, dicen, que desde entonces el agua sube un tiempo y vuelve a bajar, porque hay personas piadosas que hacen las ofrendas y otras perezosas que no quieren hacerlas, entonces no se castiga a todos, sino que se les recuerda que deben hacer siempre el bien.

Cuando Miriam terminó de contar la historia que se abuelo le había narrado en su infancia, los tres niños habían quedado profundamente dormidos, con las escenas de todo lo ocurrido en su imaginación.

  Los orígenes de la Laguna de Güija

  Los pequeños María y René viajaban todos los días desde su casa hasta la escuela.  Su recorrido era largo.  Salían de su casa, situada en el campo, siempre rodeada de animales, y seguían la vereda que estaba bordeada por árboles bajos.  El clima, cálido todo el año, les era agradable porque siempre habían vivido en la región.  Todas las mañanas veían a lo lejos la Laguna de Güija, reflejando en sus aguas el azul del cielo, el blanco de las nubes o, en época lluviosa, recibiendo el don del agua.

  Parece un espejo, dijo una vez René.  A mí me recuerda un montón de chayes, añadió María.  ¿Desde hace cuánto que estará ahí?, añadió René.      ¿Será que alguna vez empezó a llenarse, como las pilas con el chorro abierto?  Le preguntó a su hermana.  No sé.  Le voy a preguntar a la profesora.  Sin embargo, María olvidó la pregunta cuando llegaron a la escuela y, tampoco René preguntaba a su maestra.  Sólo se acordaba de la laguna cuando pasaba por el camino y la veía desde lejos.

Los amigos de René, con quienes jugaba y salía de excursión por el campo, no eran muy afectos a la escuela, olvidaban hacer sus tareas y preferirían estar jugando con los animales o ir a nadar en el río que estar sentados frente a la maestra toda la mañana.  Es aburrido, dijo Esteban.  Se me olvidó hacer el deber, añadió Rosa.  Me da sueño estar en la clase, agregó Esperanza.  A mí me gusta, dijo René, mientras sus amigos le miraban con cara de asombro.  ¿Te gusta?  Exclamaron los tres ¿Cómo puede ser eso?

Como sus amigos no sentían gusto por la escuela, buscaban cualquier pretexto para escaparse de la clase.  ¿Puedo ir al baño?  Tengo que traer mis cuadernos, los dejé en la oficina de la directora.  Se metió un perro al patio de la escuela y lo voy a sacar.  Con esas y otras excusas, los niños buscaban la forma de salir del salón.  René no se percataba de que, en realidad, lo que querían era salir de la clase.

María no estaba enterada de lo que ocurría a los amigos de René, así que nunca hizo un comentario.

Un día, ya cuando estaba por terminar el año escolar, María tuvo que preparar el traje que usaría para la clausura y, como era una de las mejores alumnas de su grado estaba exonerada de exámenes.   Entonces, René fue sólo a la escuela.  En el camino se encontró con sus amigos.  Vamos todos juntos, así llegaremos más contentos al examen, les dijo René.

No vamos a ir a la escuela, le dijo Rosa.  No estudiamos para el examen y me contó un niño de sexto grado que si no llegamos el día del examen nos tienen que hacer otro en enero, así podremos estudiar, añadió Esperanza.  Yo no voy a estudiar en vacaciones, repuso Esteban.  Pero yo sí estudié y creo que voy a ganar, dijo René.  No seas bobo.  Venite con nosotros y así podrás ganar con mejor nota, le dijo Esperanza.  No, mejor me voy a la escuela, insistió René.

Andate, pero si te preguntan decí que no nos has visto,  le indicó Esteban.  A mí no me gusta mentir, respondió René, pero no los voy a delatar.  No dejemos que se vaya, ordenó Esteban, nos vas a perjudicar.  En ese momento, los niños detuvieron por los brazos a René.  Un hombre observó lo que pasaba y les dijo: Suelten al niño que quiere ir a la escuela y les voy a contar una historia que les ayudará.

Cuentan que en el principio del tiempo, seres poderosos vivían en la tierra.  Uno de ellos había creado todos los volcanes y todos tenían dueño.  Pero el último lo hizo por diversión, para dejar constancia de su poder, era el volcán Suchitán.  En ese tiempo, los diablos deseaban demostrar su poder y empezaron a pelearse por apoderarse del volcán.

Unos creían tener más privilegios sobre el volcán porque eran más antiguos que los otros, pero los otros decían ser más jóvenes y precisamente por eso tener más derechos sobre el volcán.

Todos eran mentirosos y se engañaban unos a otros.  El más mentiroso de ellos, dijo que regalaría su corona a quien lograra ganar para sí el volcán y que de esa forma mostraría su homenaje al vencedor.

Los otros diablos cayeron en la trampa.  Así que empezaron a argumentar sobre sus derechos para obtener el volcán.  Unos decían que habían creado enfermedades y que por eso se merecían el premio.  Otros que habían producido inundaciones y que eso les hacía merecedores del volcán.  Unos más, argüían que habían creado la enemistad entre las personas y que eso era mucho más dañino que los simples desastres naturales. 

Poco a poco, se acumulaban los daños y perjuicios que los diablos habían inventado para hacer el daño, en esto no mentían sino que presumían al decir la verdad.  Uno más añadió, con la esperanza de obtener la victoria, que él había creado la pereza, de manera que ningún ser humano pudiera lograr hacer nada bueno, simplemente por pereza.  Ante esto, todos los diablos aplaudieron, porque opinaron que no se puede hacer más daño que no ayudar cuando se es necesario.

Con este argumento el diablo pensó que había ganado no sólo el volcán sino la corona del diablo que no quiso competir, pero el diablo que había creado la envidia no le permitió apoderarse de su premio.  Entonces, de simples argumentos pasaron a empujarse y golpearse, poco a poco, el pleito fue creciendo hasta convertirse en un gran problema.

Unos se daban golpes en los ojos, otros en el abdomen, alguno tiraba un codazo, otro más un puntapié.  Algunos, más perversos que los otros, utilizaron troncos de árboles para golpearse, otros empezaron a levantar piedras y tirarlas sobre las cabezas de sus adversarios.

Como ninguno se rendía, ya que todos eran igualmente poderosos, el pleito no terminaba nunca.  Solamente el más perverso no salía perjudicado, ya que él no había ni discutido ni peleado, solamente había ofrecido su corona.

En ese momento, los ángeles del cielo, cansados de tanto pleito, decidieron intervenir, antes de que Dios se enojara verdaderamente con los diablos y les diera un castigo apropiado.

Así que bajaron del cielo.  Asustados, los diablos se detuvieron.  El que se creía vencedor le dijo a San Miguel, el comandante de las huestes celestiales, Yo gané el volcán y la corona, porque he creado la pereza. 

Entonces, San Miguel le respondió: Muéstrenme la corona.  Atemorizado, el diablo mostró su corona.  Era muy hermosa, brillaba porque tenía cientos de estrellas como adornos y de ella colgaban pequeños luceros, como una cascada.  Ninguno de ustedes merece un premio, sino sólo castigo, así que vuelvan al infierno y no molesten más en la tierra.  Con un gesto impetuoso, lanzó la corona sobre la tierra y, de inmediato, sus luceros colgantes se convirtieron en agua, formando La Laguna de Güija. 

Dicen que por eso logra reflejar todas las estrellas, porque alguna vez estuvieron engalanando la corona.

Qué bonita historia, dijeron los niños.  Aprendieron algo de ella, preguntó el hombre.  Que no debemos mentir, dijo Esperanza.  Ni ser perezosos, dijo Rosa.  Vamos a la escuela y contemos la verdad, dijo Esteban, no debemos pelear entre nosotros como los diablos. 

El caballo del jefe era uno de los más hermosos que llevaban los extranjeros.  Algunos contaban que era negro como la noche, mientras que otros afirmaban que era blanco como la luna llena. 

Cuentan que en el principio del tiempo, seres poderosos vivían en la tierra.  Uno de ellos había creado todos los volcanes y todos tenían dueño.  Pero el último lo hizo por diversión, para dejar constancia de su poder, era el volcán Suchitán.