Leyenda del volcán


Los tres volcanes que rodean el lago de Atitlán, serí­an la inspiración de Asturias sobre los

Miguel íngel Asturias

Hubo en un siglo un dí­a que duró muchos siglos.

Seis hombres poblaron la Tierra de los árboles: los tres que vení­an en el viento y los tres que vení­an en el agua, aunque no se veí­an más que tres. Tres estaban escondidos en el rí­o y sólo les veí­an los que vení­an en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.


El volcán de Agua, en Guatemala, ha sido una de las mayores fuentes de inspiración para el arte y literatura en el paí­s.

Seis hombres poblaron la Tierra de los írboles.

Los tres que vení­an en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.

Los tres que vení­an en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el rí­o a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.

Los tres que vení­an en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que vení­an en el agua se tendí­an como los peces en el fondo del rí­o, sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.

Los tres que vení­an en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.

Los tres que vení­an en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.

Los tres que vení­an en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removí­an a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.

Y los tres que vení­an en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.

Y en los árboles que vení­an en el viento y pasaban en el agua, los tres que vení­an en el viento, los tres que vení­an en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada según el árbol que la tiene.

%u2014¡Nido! . . .

Pió Monte en un Ave.

Uno de los del viento volvió a ver sus compañeros le llamaron Nido.

Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosa a pescado, femenina como dedo meñique.

A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la plana, que tení­a cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos, los bosques, las montañas, el rí­o que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil… ¡La Tierra de los írboles!

Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña, fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos, y al acercarse al rí­o la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.

Nido calmó a sus compañeros%u2014extrañas plantas móviles%u2014, que miraban sus retratos en el rí­o sin poder hablar.

%u2014¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahual! ¡Nuestro natal!

La selva prolongaba el mar en tierra firme. Aire lí­quido, hialino casi bajo las ramas, con trasparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.

Como si se acabara de retirar el mar, se veí­a el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto…

La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de ví­bora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantí­grados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.

Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.

Dos montañas moví­an los párpados a un paso del rí­o:

La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.

Y la encendió.

La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con las uñas.

El cielo, repentinamente nublado, detenido el dí­a sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oí­a el grito de los tres hombres que vení­an en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.

En las tinieblas huí­an los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.

Huí­an los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrí­o…!

Huí­an los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepezcuintes, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.

Huí­an los cantiles, seguidos de las ví­boras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uní­ase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí­ y allá enterraban la cabeza, descargando latigazos para abrirse campo.

Huí­an los camaleones, huí­an las dantas, huí­an los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas. . .

Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caí­an como gallinas muertas, y a todo correr, las aguas, llevando en las encí­as una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el rí­o hirviente; las huellas de las aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz. Las estrellas cayeron sin mojarse las pestañas en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.

Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua, arrebatados por el fuego, a través de maizales que caí­an del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Sí­mbolo. Dice el Sí­mbolo: Hubo en un siglo un dí­a que duró muchos siglos.

Un dí­a que fue todo mediodí­a, un dí­a de cristal intacto, clarí­simo, sin crepúsculo ni aurora.

%u2014Nido%u2014le dijo el corazón%u2014, al final de este camino…

Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oí­r lo que decí­a.

Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un paí­s desconocido.

Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el pan de una culebra, le llamaba una voz muy honda.

Las arenas del camino, al pasar él convertí­ase en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.

Anduvo y anduvo…

Adelante, un rapique circundo los espacios. Las campanas entre las nubes repetí­an su nombre:

¡Nido!

¡Nido! ¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido! ¡Nido!

Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor y niño, la trinidad le recibí­a. Y oyó:

¡Nido!, quiero que me levantes un templo!

La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.

Dulce regreso de aquel paí­s lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas%u2014en su interior habí­a llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un algo, y Nido, que era joven, después de un dí­a que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.