Leonel del Cid: los trastornos de la razón y de la fe


Juan B. Juárez

Precisamente hoy en el hotel Casa Santo Domingo de la ciudad colonial se inaugura una significativa muestra del artista Leonel del Cid (Guatemala, 1963), cuyos temas giran en torno a las imágenes de Cristo y Don Quijote. La comento en el momento en que se está realizando la exposición porque considero que, dada la pareja calidad de las obras que se muestran, la coherencia del conjunto y la profunda emotividad de la que surgen con tanta tuerza expresiva, significa el acceso del pintor a un nivel de madurez en el que su estilo, después de tantas batallas, alcanza una perfil definitivo no sólo en lo que se refiere a la manera de formar sino también en el material crí­tico que sustenta su obra. Y también porque esa madurez le da pertinencia y legitimidad moral, no sólo estética, a su visión y expresión de la realidad que bien vale la pena compartir en el nivel reflexivo en el que sitúa esta columna.


Aunque los temas obvios y explí­citos de la pintura más reciente de Leonel del Cid sean El Quijote y el Cristo Crucificado su intención no es literaria ni teológica sino propiamente pictórica, no obstante, o precisamente por las connotaciones irónicas y crí­ticas sobre el hombre contemporáneo que se desprenden de su obra. Esta aclaración no es superflua, pues son tan poderosas y convincentes las representaciones de ese personaje y esa Encarnación de la divinidad en su trabajo pictórico que bien podrí­an dar lugar a pensar que se trata de ilustraciones a propósito de un texto especí­fico o bien de una iconografí­a religiosa didáctica, edificante y amedrentadora.

Aclarado el punto y limitada la presencia de El Quijote y del Crucificado a la función de sí­mbolo y de vehí­culo de las preocupaciones que le dan sentido a la obra de un artista contemporáneo, consideremos ahora el hecho de que en la pintura de Leonel del Cid de El Quijote se representa reiteradas veces la escena en que el armado caballero enfrenta a los molinos de viento, clásica imagen de la locura y de la sinrazón, así­ como del descalabro definitivo de todo idealismo; y de la Historia Sagrada, la escena de la crucifixión, cúspide de la incomprensión humana -comprendida como maldad y alejamiento? con respecto al destino de su existencia en un mundo creado por Dios.

Veamos, luego, los modos y las formas en que esas escenas simbólicas están representadas en las pinturas: escenarios alucinados que, en el caso de El Quijote, van desde la placidez ideal de los verdes campos abiertos y, atravesando una amplia gama de colores emocionales, culminan en el desvarí­o más patente en el que la luz parece emanar del personaje y distorsionar la realidad con tintes de pesadilla; en el caso del Crucificado, su desnuda humanidad en el acto permanente de ser mortificada por incontables flechas agudas y punzantes en medio de colores frí­os que denuncian la agoní­a permanente y anuncian la muerte inminente de toda esperanza,

Leonel del Cid es un artista muy dueño de sus recursos técnicos que esta vez los aplica en función de un efecto dramático por medio del cual logra no sólo conmover al espectador sino también hacerlo experimentar en carne propia el cúmulo de emociones implí­citas en el drama.

El fuerte expresionismo de sus imágenes no se limita a los semblantes ni a los escenarios de los personajes sino también a la manera de construirlos pictóricamente: pinceladas decididas, esgrimidas con la determinación de una descarga emotiva impostergable, esgrafiados poderosos, raspados de acentuado ritmo que dejan su rastro sobre los colores violentos y violentados, dibujo que define con dureza los objetos y que no deja duda sobre las formas, las intenciones y las funciones expresivas de cada elemento, de cada lí­nea, de cada trazo.

Poniéndola en la perspectiva de su larga trayectoria artí­stica, la serie de Quijotes y Crucificados muestra a un Leonel del Cid no sólo más dueño de sus recursos, sino respondiendo a unas necesidades expresivas que, por su inmediatez y vitalidad, no admiten circunloquios intelectuales sino que irrumpen con impaciencia en el espacio vací­o de los lienzos y de las conciencias.