Uno de los poderes fundamentales del Estado descansa en el Congreso de la República; de hecho, cada legislatura constituye el poder legítimo del pueblo, pues en el mismo, se supone, se interrelacionan todas las corrientes políticas que representan los vehículos por medio de los cuales el pueblo puede expresar sus necesidades y buscar que sus representantes actúen en función de los intereses de las mayorías para beneficiar justamente a la mayor cantidad de personas de una sociedad.
Sin embargo, más allá de este planteamiento teórico, las legislaturas a partir del período democrático, prácticamente han actuado a espaldas de las mayorías para servir de interlocutor y operador político de las minorías, bajo el entendido que una actuación de este tipo le permite a ambos un juego de ganar-ganar.
Ganan los legisladores a través de satisfacer los intereses de los grupos minoritarios cuando aprueban leyes que les favorecen; o cuando empantanan cualquier proyecto de ley que les afecte o bien contribuyen a que alguna iniciativa contraria a sus beneficios, quede sepultada para siempre.
Ganan también las élites al momento que todos sus beneficios o las leyes que les permiten verse mayormente beneficiados se aprueban fácilmente o aquellas que pretenden hacerles daño, se quedan en el olvido, se dejan fuera de discusión y de esa forma continuar con un marco legal propicio para sus intereses, una estructura institucional dócil a sus influencias y decisiones políticas que únicamente les rozan o arañan ciertos pedazos, que se orientan a beneficiar a las mayorías.
El elemento que articula este juego de ganar-ganar es conocido por todos nosotros: la corrupción y el posterior enriquecimiento ilícito; en donde los legisladores se quedan con tajadas importantes de los beneficios favorecidos y las élites continúan descansando en un Estado que se encuentra diseñado para ellos, se mueve en función de los dictados de los mismos y así hacen sostenible su “modelo de desarrolloâ€, que no es más que continuar favoreciendo sus intereses y retrasar aún más los intereses de los sectores mayoritarios de población.
Desafortunadamente, ni las élites ni los legisladores de turno, han podido darse cuenta que se introducen en un juego perverso, que únicamente hipoteca el futuro de esta sociedad y que poco a poco, nos seguimos hundiendo en el hoyo profundo de mayor desigualdad, propiciando mayor pobreza, generando mayor mercado informal, desarticulando y haciendo más vulnerable al Estado y urdiendo en silencio una situación que producirá mayor convulsión social en el futuro.
La nueva legislatura que asuma ojalá trate de comprender medianamente este sordo camino al vacío y que intente convertirse en el poder que responda a los intereses de la nación y a las necesidades sociales de la mayoría de la población y busque legislar de cara a una nueva sociedad. Ejemplos de actuaciones ejemplares de diferentes parlamentos los hay y muy antiguos. Así en Noruega en 1850 se abolió para siempre el trabajo infantil; en España en el recién inicio de la democracia el PSOE y el PP decidieron la estructura y la carga tributaria que todavía prevalece en España y le dieron las espaldas a las élites para actuar en forma estratégica y pensando en una sociedad más igualitaria, menos desigual y un tejido económico que promueve la competencia, la libre empresa –incluyendo a las micro, pequeñas y medianas empresas– y una posición política que vaya más allá de los intereses espurios del corto plazo y que sólo los favorece a ellos y mantiene el ingrato statu quo en el que actualmente vivimos.
Ambos actores deben de actuar de cara al futuro y aunque seguramente los negocios no se van a acabar, por lo menos que piensen con criterio de Estado, la sociedad lo reclama y, principalmente, necesita.