Según publicaciones de prensa, la iniciativa del gobierno para la aprobación en el Congreso de los Bonos de la infamia contempla nada más y nada menos que un artículo en el que se “legaliza” lo que el Estado adeuda a los contratistas que ejecutaron obras que no estaban contempladas en partidas presupuestarias y que por lo tanto no tienen base legal. Se trata, sin duda alguna, de una típica malversación que debiera ser penada, pero como en Guatemala el corcho flota, ahora resulta que lejos de castigar a los funcionarios corruptos que asumieron esa deuda, se pretende que el Congreso la legalice.
Ofende a la inteligencia y la dignidad de los ciudadanos que se haga algo de este calibre para darle carta de legalidad a lo que por todos lados se puede observar como una maniobra corrupta que forma parte del incesante tráfico de influencias que caracteriza la función del Estado. Ofende que en blanco y negro se le proponga al Congreso de la República que haga uso de sus facultades legislativas para consagrar como legal lo que tiene origen en un delito y en el manoseo de las finanzas públicas.
Ello es posible únicamente porque como pueblo todo nos lo tragamos y aceptamos que los funcionarios en su afán por el enriquecimiento rápido hagan lo que les da la gana. Es posible porque somos una sociedad que no reacciona ni siquiera ante los más cínicos planteamientos. Imagine el lector lo que ocurriría en otros países si se pidiera al Congreso que emita una ley para que un acto delictivo cometido por los más altos funcionarios sea apañado formalmente gracias a una aprobación legislativa.
En Guatemala no sólo no pasa nada, sino que además los ciudadanos lo vemos como una mancha más al tigre. Ya se sabe que aquí las cosas se manejan con esa perversa visión que todo lo corrompe y que es posible mantener con el más absoluto cinismo precisamente porque los ciudadanos no tenemos sentido de nuestra obligación cívica de repudiar a los sinvergüenzas.
La deuda flotante es un trinquete y punto. No caben apelativos distintos porque es un robo descarado que se ha hecho en complicidad entre funcionarios de gobierno y contratistas que se aprovechan de la voracidad de los primeros para hacer dinero fácil mediante obras mal hechas, no terminadas o a veces ni siquiera ejecutadas. Estamos frente a una maniobra que se ha venido consolidando como una de las expresiones más burdas de la corrupción y que se consolida por esa actitud de absoluta desfachatez que hace poner en una iniciativa de ley que los ladrones tienen la bendición legal para enriquecerse.
Minutero:
Si alguna duda cabía
de que fue una tropelía,
al legalizar lo ilegal
queda la evidencia total