Las razones del corazón en la polí­tica


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El otro dí­a escuché, en una reunión, a propósito de las elecciones, el deseo que “a la gente, textualmente, deberí­a enseñársele a votar racionalmente, no con el corazón, porque está visto que éstos se dejan llevar por cancioncitas y frases de mala muerte con el que terminan siendo convencidos ingenuamente”.  La expresión me llamó la atención porque creo que se cae en equí­vocos con ideas así­.

Eduardo Blandón

 


Vamos por parte.  En primer lugar, creo que no debemos hacer disecciones.  Es un error, me parece, hacer dicotomí­as pensando que en el ser humano hay una parte “racional” y otra “emotiva” o “sentimental” y que las decisiones las tomamos partiendo de una u otra facultad.  Aquí­, cierta tradición filosófica pesa, la cartesiana por ejemplo, que afirma que en el hombre es una “res cogitans” (un sujeto que piensa) y que está absolutamente desvinculado –este sujeto pensante- de la “res extensa” que probablemente tenga que ver más con los mecanismos internos ligados a los sentimientos y la quí­mica del cuerpo.

       Desde esta perspectiva, quizá sí­ se pueda hablar de una elección “racional”, calculada y lejos de cualquier sentimiento.  El sujeto “objetivo” puede decidir abstrayéndose de cualquier influencia ligada a los sentimientos y el pálpito.  Estamos, desde esta lógica, lejos de “las razones del corazón”, de Pascal.  El sabio, como ya lo habí­a sugerido Platón, es el que desde el mundo de las ideas toma posición y no se deja arrastrar por ninguna pasión perturbadora y desequilibrante que lo extraví­e e induzca al error.

       Esta aproximación es equivocada y ha sido contestada por muchos filósofos en virtud de que no somos una dualidad.  No somos “una cosa que piensa”, sino espí­ritus encarnados.  Por eso, nuestras decisiones nunca son totalmente “objetivas” ni “racionales”.  Hay razones ocultas que conducen a nuestra voluntad a determinarnos por una posibilidad.  Ortega y Gasset hablaba de “racio-vitalismo” y Nietzsche nunca subestimó en sus consideraciones la “irracionalidad” de nuestras decisiones.  La tradición es longeva y habrí­a que hablar entre otros tantos pensadores también de Schopenhauer y Kierkegaard.

       La experiencia nos demuestra con creces que no somos frí­amente racionales.  Nuestra pareja es la prueba contundente de que nos determinamos basados no sólo en las ventajas que posiblemente nos proporcionaba esa relación, sino por el gusto de estar con ella.  Es más, ser “inteligente”, “sagaz” y/o muy “ilustrado” no es garantí­a de no errar en las decisiones sentimentales.  Si así­ fuera, las personas “brillantes” no errarí­an nunca en materia pasional.

       Si en el ámbito privado patinamos y a veces “las razones del corazón” se imponen dejando a la “razón” mal parada.  No puede suceder menos en el ámbito público –el polí­tico.  Quiero decir, que también cuando nos determinamos por un candidato no lo hacemos de manera frí­a: elegimos basados en consideraciones tanto racionales como emotivas.  Eso lo saben bien los candidatos, por eso nunca subestiman las canciones ni el maquillaje, el buen hablar y la bella sonrisa, la propuesta exquisitas con las consignas baratas.

       Con todo, es muy cierto que debemos saber identificar la paja del trigo.  Pero ese es un camino de aprendizaje que exige madurez, sabidurí­a y una inteligencia (emocional, le dicen) que no es propiedad de la mayorí­a.  Como en el arte de la seducción a veces no aprendemos y damos resbalones sin quererlo, no es raro por eso que cada cuatro años se nos tome el pelo nuevamente.  Pero estos deslices no son privativos de la gente humilde, aquí­ metemos las patas un poco todos.