Las raíces sociales del mal


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El problema del mal ha sido una preocupación constante de los filósofos aunque las claves de su comprensión hayan cambiado a lo largo de la historia. En la filosofía occidental, este problema se vincula tempranamente al dilema de reconciliar las perfecciones divinas con el sufrimiento y maldad del mundo.

Por Jorge Mario Rodríguez Martínez

De hecho, esta cuestión genera su propio campo disciplinario, la llamada teodicea, cuyo término fue acuñado tardíamente por Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1706), quien pensaba que vivíamos en el mejor de los mundos posibles. Éste es el famoso optimismo filosófico que se derrumbó en el alma de Voltaire (1694-1778) frente al terremoto que devastó Lisboa en 1755.

No es de extrañar que desde siempre las imperfecciones del hombre hayan jugado un papel importante en la explicación del mal. En esta dirección, San Agustín (354-430) consideraba que el mal, que no emergía sino como ausencia del bien, se vinculaba al libre albedrío. La explicación del obispo africano iba a encontrar su camino en el pensamiento filosófico posterior. Santo Tomás de Aquino (1224-1274) pensaba que el mal, aunque siempre relacionado con la privación del bien y al libre albedrío, se inscribía dentro de un orden de creación en el que los seres buscaban su perfección.

En virtud de que el mal siempre tiende a asociarse con la acción humana no sorprende que en la época contemporánea la comprensión de su existencia se haya asociado con el intento de comprender el Holocausto judío. En este contexto, Hannah Arendt formula la tesis de la “banalidad del mal”: los orígenes de males como el Holocausto radican en las actitudes y acciones del común de la gente que sigue irreflexivamente patrones de conducta socialmente establecidos —por ejemplo, obedecer órdenes sin cuestionar las consecuencias. Casi al mismo tiempo que Arendt, Erich Fromm  llegó a afirmar, en su obra El corazón del hombre, que el mayor peligro para la humanidad no es el malvado o el sádico, sino el hombre ordinario dotado de un gran poder. Recientemente y a partir de las ciencias sociales, James Weller también constata que las acciones más vergonzosas de la historia humana han implicado a multitudes de seres humanos ordinarios.

Desde luego, tal conciencia del mal con raíces en la vida ordinaria del ser humano no ha penetrado de manera suficiente en el sentido común contemporáneo. Reflexionando acerca de la situación del mundo más de tres décadas después de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, el superviviente de Auschwitz Jean Amery afirmaba que parecía como si Hitler hubiese alcanzado un triunfo póstumo. En el horizonte de la injusticia global que se ha ido perfilando en nuestra época,  Giorgio Agamben rechaza la idea de que el campo de concentración sea una anomalía de la historia; para este filósofo, tales centros de detención son algo así como el paradigma que organiza la vida política de la modernidad. Uno puede notar que si un campo de concentración se caracteriza en función de la ausencia absoluta de derechos, el orden político mundial es en cierto sentido uno de éstos, dado que la mayoría de los seres humanos están totalmente desprovistos de derechos. 

Para matizar estas comparaciones, se puede asumir que la cancelación de derechos humanos, que el campo de concentración de Agamben asume formas diferentes en otros ámbitos regionales. Por ejemplo, la matriz de la encomienda y su sucedáneo, la hacienda o la finca, dictan la lógica política en algunos lugares de América Latina. En Guatemala la mentalidad feudal de la oligarquía se ha beneficiado de un marco social en el que no es difícil identificar la raíz de las prácticas genocidas, para usar el término acuñado por el argentino Daniel Feirnstein, que fueron responsables por la muerte de tantos hermanos indígenas.

En este sentido, podemos preguntarnos sobre el significado del mal en nuestras sociedades, que nacieron bajo la expulsión violenta del otro de la comunidad de la vida. No es casual que en el pensamiento latinoamericano haya existido desde siempre una tendencia a denunciar el mal de raíces sociales. El filósofo jesuita Ignacio Ellacuría —ejecutado por el ejército salvadoreño en 1989— hablaba de un “mal estructural” que afecta a la gente que participa en dichas estructuras. Un compañero de Ellacuría, el también mártir jesuita Ignacio Martín Baró, nos hablaba de las distorsiones psicológicas que sufre nuestra subjetividad en contextos de injusticia estructural —males que nuestras medicinas y terapias no pueden erradicar.

El problema del mal se traslada a la percatación de que existe un mal estructural que hace imposible la acción moral y que ahoga paulatinamente nuestra voz interior. Por fortuna, los filósofos contemporáneos han identificado poco a poco la relación entre la acción individual y las estructuras sociales. La destacada feminista Iris Marion Young, recientemente fallecida, nos invita a tomar conciencia sobre las injusticias estructurales que surgen de la acción conjunta de individuos que no cuestionan los patrones de acción inculcados en los ambientes sociales en los que participan. Young no llegó a afirmar que esta responsabilidad implicara una culpabilidad en el sentido legal; sin embargo, nos llevó a comprender que existe una responsabilidad política por dichos males. La llamada de esa responsabilidad  sólo se podía cumplir a través de una acción colectiva, esto es, política, destinada a cambiar las estructuras globales que condenan a la muerte a muchos más seres humanos que aquellos que han muerto debido a las guerras y las calamidades naturales.  

Entender el problema del mal, por lo tanto, conlleva comprender los mecanismos por los que el sufrimiento socialmente innecesario se perpetúa en el mundo social. La conciencia del bien y del mal debe empujarnos no a un fatalismo estéril, sino a fortalecer los resortes morales que nos llevan a actuar con solidaridad. Optar por el bien significa hacer lo posible para que nuestra acción cotidiana no se convierta en un engranaje de la maquinaria de horror en el que se tritura la dignidad humana.