Ayer publicamos declaraciones del cardenal Rodolfo Quezada Toruño sobre sus preocupaciones de cara al año 2007 y la verdad es que si nos detenemos a observar con objetividad el presente y tratamos de desentrañar el futuro del país, no queda más que preocuparse porque no existen demasiados signos alentadores. Terminamos este año con la angustiosa situación que viven los compatriotas que han emigrado a Estados Unidos en busca de mejores horizontes y que ahora enfrentan la posibilidad de deportaciones masivas que les obligarían a retornar a un país del que tuvieron que irse por falta de oportunidades. Aquí las cosas no han mejorado en absoluto desde que ellos se fueron y, por el contrario, en muchos casos hay una situación deteriorada que apenas si es mitigada por lo que significa el envío de las remesas que esos compatriotas mandan a sus familiares aquí.
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Y además nos preparamos para entrar a un año electoral en el que las perspectivas son poco alentadoras porque hemos visto que la violencia puede ser el sello de la contienda y, lo peor de todo, porque esa violencia tiene mucho que ver con el esfuerzo de grupos de poder por controlar a los partidos y sus candidatos de manera que se asegure la supervivencia de un sistema de corrupción e impunidad. Al día de hoy no existe ninguna opción que pueda considerarse como esperanzadora para la población guatemalteca que se apresta a vivir otro proceso de elecciones con la eterna disyuntiva de tratar de elegir al menos malo de los candidatos, pero sin la convicción de que ese ejercicio cívico que debiera ser democrático vaya a significar un cambio trascendental en la vida del país.
Cuando el cardenal Quezada comparte con la población sus angustias está hablando en nombre de muchos ciudadanos que tienen la misma visión poco optimista (porque es realista) de la situación del país. Y es que son muchos los factores que deben preocuparnos, porque dentro de la misma dinámica electoral vamos en ruta de volver a sufrir desencuentros ya no sólo de orden político sino que ahora también afectados por el tema religioso.
Y a diez años de haber firmado la paz, si vemos los logros efectivos en la temática sustantiva de los acuerdos nos damos cuenta que son escasos, sobre todo en aquellos aspectos que son los más candentes y que fueron identificados con toda propiedad como factores que desencadenaron el conflicto armado interno. Cierto es que hay ahora espacios para el debate y la discusión, pero los mismos no han llegado a generar entendimientos y consensos entre la sociedad para iniciar el proceso de transformaciones que nos hace falta.
No faltarán los que piensen que en estas fechas de Navidad, el Cardenal como jefe espiritual de la mayor diócesis del país tendría que estar más ocupado de las cuestiones espirituales y dejar las preocupaciones derivadas de la política a otras personalidades. Sin embargo, entendiendo que es pastor de seres humanos que ven comprometida su propia dignidad por la situación que vivimos, no puede sino entenderse que sus preocupaciones se conviertan en la angustia del guía espiritual que entiende que no se puede lograr la plena realización de sus fieles en un ambiente en el que se les niega acceso a la dignificación de su existencia.
Claro que sería más cómodo para él y para todos que dejara de ser voz de la conciencia de un pueblo que languidece en una especie de limbo. Pero la voz del Cardenal nos tiene que servir cabalmente para lo que ayer decía yo, en el sentido de asumir compromisos y de entender que no podemos seguir de brazos cruzados.