Semanas antes de dejar su cargo, Carlos Vielmann dijo que tenía temor de que en Guatemala el proceso electoral pudiera traducirse en tal tipo de violencia que tuviéramos que hablar de la colombianización de nuestro país, en referencia a lo que los carteles de la droga y el crimen organizado hicieron en ese país sudamericano. Ayer, la misión de observadores electorales de la OEA dio su primer informe destacando el temor que les embarga de que este proceso pueda ser violento. El mismo día, Amnistía Internacional rendía un informe sobre la situación de los derechos humanos en el mundo y señalaba a Guatemala como el país de América Latina más afectado por el régimen de impunidad.
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Relaciono los dos informes porque obviamente uno y otro tienen mucho que ver. De todos los actos de violencia relacionados con el proceso electoral no se ha logrado que el Ministerio Público pueda aportar las pruebas necesarias para esclarecer alguno de ellos, no digamos para lograr que se sentencie a los responsables. Y cabalmente ese clima de absoluta impunidad es lo que constituye un factor de enorme riesgo para la actividad política, puesto que los grupos del crimen organizado saben que al menos formalmente no serán sindicados por sus actos, por mucho que los mismos estén debidamente documentados y que nuestras autoridades y hasta gobiernos extranjeros estén al tanto de la forma en que han actuado.
En buena medida los ciudadanos tenemos una responsabilidad muy grande por la indiferencia que mostramos frente a la violencia y la criminalidad. Mientras en otros países vemos masivas movilizaciones contra cualquier forma de terrorismo y de violencia política, en nuestro país pareciera como si la ciudadanía diera por sentado que quien se mete a política está asumiendo sus propios riesgos y que los mismos son parte de esa actividad vilipendiada por tirios y troyanos.
Y entre los mismos políticos se nota una carencia absoluta de sentido de la solidaridad, lo que los hace a todos vulnerables porque en ese empeño de las fuerzas del crimen organizado por sembrar el terror, desestabilizar e imponer su ley, nadie puede considerarse inmune, ni siquiera quienes han pactado maliciosa o cándidamente con esas tenebrosas fuerzas del mal. Aun los que han sido engatusados terminarán pagando la factura tarde o temprano, porque vender el alma al diablo no es garantía de ninguna especie.
Por ello es que la primera reacción en contra de la violencia tendría que venir del colectivo de los partidos políticos, de todas las fuerzas que deben entender que no se puede jugar con fuego sin terminar quemándose. E ideal sería que a partir de un pacto contra la violencia de todos los sectores políticos, pudieran surgir otros entendidos que fueran dando forma a una distinta manera de hacer política y de interpretar nuestra realidad para que el ejercicio de las funciones públicas sea, realmente, un servicio al país.
No basta con denunciar los riesgos ni siquiera con condenar los hechos cuando ya ocurrieron. Es necesario marcar un alto a la violencia con una firme y tajante postura de todas las fuerzas políticas del país para que los antisociales entiendan que sus espacios se cierran y que hay una sociedad que no desea vivir bajo su yugo. Ese reto es tanto de los políticos como de los ciudadanos y de los grupos de presión que tienen que mostrar valor cívico, entereza y firmeza para repudiar la violencia, venga de donde venga, y trabajar concretamente contra la impunidad existente. Eso, al fin y al cabo, nos salvará a todos.