El fin de la semana anterior, ya al final de noviembre, nos fuimos a respirar aire puro a las colinas de Pueblo Nuevo Viñas, lugar provinciano de montañas y cafetales. Al entrar la noche, escuchamos que se acercaba el sonsonete de la tortuga y los cantos tradicionales de las posadas que anuncian el mes de la Navidad. En efecto, pasó un cortejo con niños vestidos de ángeles, uno de ellos dándole al caparazón de la tortuga, y las acompañantes entonando villancicos tradicionales a los Señores que van en un anda pequeña. Entonces, me recordé de los diciembres de mi niñez y mi adolescencia en Chiquimulilla.
Recuerdo que allá, casi cerca del mar, diciembre era un mes fresco, después de los vientos de octubre y noviembre en que la locura era volar barriletes desde las alturas de Güilón, enviando mensajes al espacio sin esperar contestación. Diciembre era distinto por la Posadas. Doña Adela Franco, una viejecita que tenía el único comedor del pueblo, como era fiel devota de San José, mantenía la tradición de organizar la posada del pueblo, y de noche en noche, con el cielo azul y millares de estrellas haciendo compañía, las calles se iluminaban con luz de candelas y se alegraban con los villancicos y el teco to teco de una tortuga que agarraron en El Ahumado, se la comieron y ahora le daba el toque tradicional a la posada guatemalteca, con el ponche, el fresco de temperante y el olor a pino y a manzanilla. De repente, al gobierno se le antojó hacer la carretera que va al lugar conocido como Montúfar, en las frontera con El Salvador, que ahora se llama Ciudad Pedro de Alvarado, y entonces llegó a instalarse en el pueblo una colonia de mexicanos, porque la compañía constructora era de México, mecánicos, pilotos de tractores, algunos ingenieros y oficinistas. Cuando sentimos, todo mundo ya quería hablar como mexicano y empezaron a enseñarnos a comer tacos de puerco al pastor y a consumir cebolla picada con culantro. Algunos mexicanos consiguieron mujer y se quedaron trabajando en talleres de mecánica; pero, lo que quiero contar es que cambiaron nuestra posada tradicional: Ahora, sacaban guitarras, improvisaban mariachis, en lugar de ponche daban tequila, colgaban una piñata de cántaro y en lugar de nuestros villancicos, entonaban canciones de José Alfredo, se emborrachaban y daban gritos como la chingada. Los tales charrudos añoraban su tierra; y como invitaban a los jóvenes que andaban buscando parranda, terminaron por transformar la posada con prácticas que no eran las nuestras y la de doña Adelita, con todo y el anda y el Misterio, hubo de guardarse por algunos años. Cuando se concluyó la carretera, casi todos los mexicanos se fueron a su tierra y sólo se quedaron unos dos que se casaron con guatemaltecas: El maistro Cadena, un gran mecánico y hombre de empresa, formó hogar con mi prima Olga y ahora vive en el DF. Y Chus, que se casó con Berta Contreras, mi compañera de la primaria, terminó en Escuintla con un gran ranchón, El Guadalupano, en donde servían churrasco y crujientes chicharrones. Ya murió, Chus. Después de esa experiencia que trajeron los migrantes, volvió a mi pueblo la posada guatemalteca, y aunque ya falleció doña Adelita, espero que el recorrido de los Señores, que se alargaba durante la mayoría de diciembre, concluya el 22, cuando en el atrio de la iglesia se presentaba la Loa o “Loga”, como decía la población, que era la expresión de un sencillo teatro rural, pero teatro al fin, con la Virgen María y el señor San José y una manta blanca que por la candela que se reflejaba a trasluz, delataba a la apuntadora que iba leyendo el libreto, porque a uno siempre se le olvidaba el papel, y quien en los ensayos le decía a la que haría de ángel, que debía decir:
“Concebida sin mancha tú fuiste…”