Antonio Cerezo
A Vidal y Juan, compañeros de mis noches de infortunio
Yo sabía que dormía como un lirón y que roncaba cual motor de moto descompuesta acelerado a fondo. Lo sabía por él mismo desde el día en que me contó que los vecinos de habitación de un hotel en que pernoctaba, reclamaron a eso de las dos de la mañana por el ruido increíble que hacían él y un amigo con quien se disputaban el premio al «roncador estrella». Jamás imaginé sufrir en carne propia el atronador suspiro de un lirón enronquecido, pero las cosas se dan a veces sin razón alguna o a lo mejor con todas las justificaciones del destino.
Lo cierto es que cuando me avisaron de la reunión en Granada, Nicaragua, pensé en el insoportable calor, en el hotel desconocido que nos ofrecían, en la comodidad de una habitación sencilla para poder cagar cuando me diera la gana, ver televisión hasta hartarme, lanzar unos cuantos pedos hediondos con toda la libertad del caso, en fin, hacer lo que quisiera para paliar un poco el desasosiego, el cansancio, la cólera que dan esas famosas reuniones en las que el culo se te pone cuadrado de tanto estar sentado. Además, el costo no era demasiado.
Pero como suele ocurrir con alguna frecuencia, las cosas no salieron como las planeé. Primero que no me mandaron un día antes de iniciar la reunión como
hace la gente decente, sino el mismo día en un vuelo inaguantable de las seis de la mañana que, para tomarlo, hay que levantarse a las tres y media después de una mala noche durmiendo al lado de la misma mujer de hace varias décadas, llegar todo «pupuso» al aeropuerto, buscar a los encargados de migración para que te sellen un formulario de viáticos porque en la oficina no confían en los sellos que te ponen en el pasaporte, soportar la espera en una sala de abordaje lúgubre y aguantar el hambre porque en el avión no te dan ni mierda, aunque en este que me fui sí me dieron, pero poca.
Cuando llegué al aeropuerto de Managua no vi a nadie que me fuera a recoger de parte de los organizadores. Puta, pensé, la cosa comienza mal. Pero, menos mal, de repente apareció alguien que me dijo entre dientes «Â¿unión aduanera?» ¡Sííí!!!… dije entusiasmado al saber que me ahorraría como 40 dólares de taxi. Muchas gracias! Y tomé presuroso mis maletas antes de dirigirme hacia el microbús que nos esperaba.
Para comenzar, oí la voz de una de las organizadoras que dijo «tenemos que regresar al centro porque se me olvidaron unos papeles», puta, menos mal que era organizadora porque si no, se le olvida hasta ponerse el calzón. Ahí comenzó el viaje a Granada en un microbús que afortunadamente tenía aire acondicionado y nos condujo hacia el sitio de la reunión sin mayor problema que el «pequeño» atraso por el olvido de la anfitriona.
En la recepción del hotel di mi nombre y dije muy seguro de mí mismo: Tengo reservada una habitación sencilla. Vengo a la reunión de la Dirección General de Ingresos. Claro, un momentito, ahora lo atiendo, me dijo un señor que indudablemente era de la clase indígena de la región. Usted va a estar con Vidal y Juan, tiene una habitación muy confortable, es en el segundo nivel… Pero, atiné a responder, yo tengo reservada una habitación sencilla… Mire, lo que pasa es que tenemos problemas de espacio y consultamos… Bueno, está bien, ni modo, dije mientras pensaba en que por lo menos sería más barata y además conocía a los dos susodichos como personas más o menos respetables. Lo único, pensé, son los ronquidos de Vidal, pero los aguanto. Además, él tendrá que soportar los míos que, a decir de mi mujer, son verdaderamente ensordecedores.
En la habitación no había nadie porque ya era hora de reunión y los que llegaron con suficiente tiempo pues estaban en ella. Yo, gracias a mi jefe el Viceministro, arribaba casi mediodía tarde para representar bien al país. Vi una enorme cama abajo y dos camitas sencillas en la parte de arriba. Pensé, claro, que Vidal estaría en la cama grande porque además de ser más gordo y alto que Juan, se sentía, por así decirlo, jefe de delegación. Ni modo, tendría que contentarme con una camita en la que no podía dar vuelta so pena de caerme al suelo.
Pero cuál no sería mi sorpresa: Juan se había instalado en la cama grande, me dijeron. Puta, pensé, se ha de ver como huevo en azafate y Vidal a saber cómo le hará para dormir en semejante imitación de cama. Pero bueno, ellos son amigos, llegaron antes, me jodieron y tuve para mí un desvencijado colchón que la primera noche me acabó la espalda.
A medianoche de la primera noche, escuché entre sueños un ruido infernal que me hizo recordar los terremotos. Era un sonido ronco que avanzaba por la habitación y me martillaba el cerebro. En la duermevela no supe que hacer: sabía que los terremotos hay que enfrentarlos con calma, buscando una columna o colocándose al lado de mesas o muebles, para que si se cae el techo uno pueda tener una bolsa de aire que le salve la vida. Yo miraba para todos lados en busca de una salida sin encontrarla en aquella oscuridad, hasta que desperté. Mi amigo Vidal dormía plácidamente en la cama de al lado, sumergido en un maremagno incontrolable de ronquidos, estertores y movimientos que me hicieron pensar en despertarlo. Pero no, lo que hice fue intentar dormir de nuevo con la almohada tapándome los oídos. Mi mujer sí es exagerada, pensé, yo no ronco ni mierda al lado de este cabrón. Lástima que no tengo cómo grabarle el concierto.
Al día siguiente Vidal me dijo vos si roncás!!!, al fin me dieron de mi propia medicina… Yo por dentro recordaba el tren, el ruido de los terremotos, los pedos de mi suegra, en fin, todos los sonidos en uno que constituían sus ronquidos.
La noche siguiente fue peor. A los ruidos previos al terremoto se unían otros que parecían arrancar de mi cabeza, del estómago de mi suegra, del carro descompuesto de mi tío y hacía esfuerzos por no abrir los ojos, por continuar durmiendo y evitar así el desvelo que se vendría escuchando el ruido orquestal de mi amigo. No pude descansar bien. Pasé la noche en una duermevela atiborrada de ruidos que no sé ya si provenían de Vidal, de mi mente, del lugar en que nos encontrábamos, pero estuve soportando ronquidos que no pude determinar si salían de la cama vecina o de mi propia conciencia. Mientras tanto, Juan descansaba plácidamente a pata tendida en la enorme cama, cual lagartija en Ceiba.
El día que finalizó la reunión, nos trasladaron a Managua. Algunos irían a la recepción ofrecida por los organizadores y yo debía ir directamente al aeropuerto para regresar de inmediato a Guatemala y cumplir así con el itinerario establecido por mi jefe.
Jamás había visto tan lindo el aeropuerto.