Las múltiples vidas de Ví­ctor Toro


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Cuando Ví­ctor Toro camina por las pintorescas calles del sur del Bronx, exhibiendo su barba blanca y con una pañoleta roja sobre la cabeza, no pasa desapercibido: la gente lo conoce, lo llama por su nombre. Han leí­do sobre él en periódicos, han visto su rostro en la televisión. El chileno ha luchado durante tres décadas por los derechos de los inmigrantes, ha alimentado a indigentes en iglesias, y ha luchado por alejar a jóvenes de las drogas.

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Por CLAUDIA TORRENS y EVA VERGARA
NUEVA YORK / Agencia AP

Pese a su popularidad, Toro no sabe si va a poder continuar trabajando con las comunidades inmigrantes del tumultuoso barrio neoyorquino, donde demasiados lazos lo atan.

Una orden de deportación pende sobre el exguerrillero de 68 años, uno de los fundadores del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) en Chile, y quien fue exiliado después de haber sufrido torturas bajo la dictadura del general Augusto Pinochet.

Arribó a Estados Unidos en 1984 tras cruzar ilegalmente la frontera a través del rí­o Bravo, cerca de El Paso, Texas, luego de refugiarse en México, donde, dice, lo perseguí­an policí­as del dictador Augusto Pinochet.

Pese a estar casado con Nieves Ayress, una chilena que es ciudadana estadounidense y a quien conoció en un campo de concentración chileno, no puede regularizar su situación migratoria.

Según la Ley de Inmigración y Nacionalidad estadounidense, una persona que entra ilegalmente no puede cambiar su estatus migratorio si se casa con alguien que sí­ tiene estatus legal.

Sólo quienes entraron legalmente al paí­s o quienes están cobijados bajo la sección 245(i) de esa ley —que sanciona a quienes entraron legalmente al paí­s— pueden solicitar la residencia permanente a través de un familiar.

La pareja tiene una hija, Rosa Victoria Toro, que nació en Cuba durante la larga peregrinación de Europa hacia Nueva York, donde Toro finalmente echó algunas raí­ces.

Ella es residente permanente en Estados Unidos. La familia cuenta ya con una nieta.

Toro nunca solicitó la residencia legal y a la larga fue arrestado en 2007 en un tren en Rochester, Nueva York, tras haber participado en una manifestación a favor de los derechos de los inmigrantes.

Cuando los policí­as de inmigración le pidieron su documentación, Toro les entregó un pasaporte chileno caducado.

Desde entonces él y su abogado, Carlos Moreno, luchan para que se le otorgue asilo en Estados Unidos. Pero en marzo pasado la jueza Sarah Burr negó la petición y él apeló, lo cual retrasó su inminente deportación.

Para que una solicitud de asilo tenga éxito, según la ley estadounidense, debe someterse a consideración de las autoridades dentro del año de salida del paí­s de origen, salvo contadas excepciones que tampoco son aplicables a este caso.

Un grupo de amigos, en su mayorí­a jóvenes que Toro ha ayudado, no lo desampara y pelea sin denuedo por su caso.

Parece un séquito que lo acompaña y que abarrota las cortes de inmigración, le organizan ruedas de prensa y planean hacer una manifestación de apoyo.

Tras 27 años viviendo como indocumentado en Estados Unidos, este activista y, para muchos, héroe anónimo del Bronx vive en un limbo legal que lo ha obligado a repasar su pasado y a enfrentar los fantasmas que dejó en su paí­s natal.

Teme regresar y reencontrarse con sus torturadores a un paí­s que, además, lo declaró muerto en 1978 a solicitud de su madre, un año después de expulsarle.

«Me siento como un palestino», dijo a The Associated Press el chileno de ojos tristes, mirada firme. «Un palestino que no tiene donde vivir».

Pero la realidad que vive Chile hoy es muy distinta a la que Toro padeció.

Si es deportado, regresará a un paí­s que en los últimos 21 años ha sido democrático, dirigido por el primer gobierno derechista electo popularmente, luego de que una mujer, divorciada y socialista, fuera la máxima autoridad constitucional.

Del MIR que Toro ayudó a fundar sólo queda un grupúsculo que carece de representatividad popular, y que hace décadas dejó su lucha armada.

Durante el régimen militar 3.065 opositores fueron asesinados y un tercio desapareció. De la dictadura siguen vigentes no pocos derechistas que apoyaron a Pinochet y que fueron su sustento polí­tico.

Pero la policí­a represiva del dictador fue disuelta y 800 personas —que fueron sus agentes— enfrentan juicios por violaciones a los derechos humanos. De ellos, 71 están encarcelados, según cifras oficiales a noviembre de 2010.

En términos generales, los restantes, hoy ancianos, esperan continuar anónimos y no ser nombrados en ninguna nueva querella por crí­menes de lesa humanidad.

Toro no enfrenta acusaciones de ninguna clase ante tribunal alguno en Chile. Su certificado de defunción, emitido en Chile el 9 de diciembre de 1978 por «muerte presunta», no deberí­a ser un obstáculo para devolver al chileno a su paí­s.

Toro asegura que el certificado fue solicitado por su madre que fue obligada a hacerlo por las autoridades. Pero el gobierno Chileno dice que anular ese documento es un tramite sencillo, y no existen barreras para su regreso como ciudadano.

«Chile está obligado a recibir a sus nacionales que vengan deportados de otros paí­ses», dijo un portavoz de la subsecretarí­a del ministerio del interior chileno. «En caso de que Estados Unidos decida deportar a este ciudadano, existen procedimientos de documentación necesarios para que la eventual deportación se haga efectiva».

Toro aún sufre pesadillas y sigue atrapado en las memorias del paí­s que dejó cuando era un joven revolucionario.

Dice que no tiene familia en Chile luego de que sus padres murieran durante su largo exilio, pero al salir dejó atrás ocho hermanos y hermanas menores.

Dice que teme ser torturado y muerto bajo policí­as de Pinochet que no han sido juzgados o que se encuentran en el gobierno, pero el ahora independiente sistema judicial chileno ha procesado cientos más de los que Toro recuerda.

Teme que el presidente chileno Sebastián Piñera libere al jefe de espí­as de Pinochet, Manuel Contreras, y a otros torturadores, pero lo único que está en trámite en el Congreso es un proyecto de ley para reducir la sobrepoblación carcelaria que explí­citamente excluye a los reos mayores de 80 años y a los enfermos terminales para dejar expresamente fuera de los beneficios a violadores de derechos humanos, según dijo el ministro de Justicia, Felipe Bulnes.

Cree que podrí­a enfrentar repercusiones por hablar y apoyar la causa radical de recuperación de la tierra ancestral de los indios mapuche mediante la violencia —y quienes fueron acusados de violar la ley antiterrorista de Chile_, pero en ese paí­s hay muchos activistas que hablan abiertamente en favor de esos prisioneros, sin temor a represalias.

El Chile de Toro, en resumen, no es aquel que dejó en 1977: una sociedad en la que oscuros agentes del terror actuaron bajo la más absoluta impunidad, en la que miles de chilenos participaron en las atrocidades y miles más fueron intimidados.

«El gobierno que hay ahora es la esencia de lo que Pinochet estableció en Chile», dijo Toro. «Piñera es un producto de la dictadura militar. Está gobernando con las leyes de Pinochet. Sigue esa misma constitución que es el pinochetismo. Es un modelo de opresión. Si voy a Chile voy a pelear contra eso».

Pero hasta algunos de los antiguos camaradas de Toro del MIR dicen que Chile ha madurado en más de dos décadas de democracia. «Hemos regresado tantos a Chile y no ha pasado nada,» dijo a la AP el médico Edgardo Condeza Vaccaro, fundador de la organización guerrillera.

El MIR de ese entonces era una organización que estaba fuera de la ley chilena. Fundado el 15 de agosto de 1965, el movimiento propugnaba por la ví­a armada para establecer un estado socialista y criticaba al gobierno del presidente Salvador Allende, que llegó al poder mediante las urnas, al que catalogaban simplemente de reformista.

A dos años de su creación, el movimiento polí­tico-militar, de corte marxista-leninista, inició su preparación para una lucha armada y en 1969 iniciaron robos de bancos para financiar su guerra

Durante uno de esos asaltos a instituciones financieras murió un suboficial de la policí­a uniformada y otro falleció en un enfrentamiento entre policí­as y miristas. Ambos hechos ocurrieron antes de que Allende asumiera la presidencia, en noviembre de 1970.

El MIR fue uno de los grupos más perseguidos por los servicios represivos de la dictadura, junto con los militantes del Partido Comunista. No hay cifras exactas de cuántos policí­as o agentes represivos murieron a manos de los miristas, pero la acción militar más destacada durante la dictadura fue el asesinato del coronel Roger Vergara, director de la escuela de inteligencia del ejército, el 29 de marzo de 1985. Otras acciones fueron de poca monta; propagandí­sticas.

Toro encabezó el grupo de los «sin casa», que se centró en la ocupación ilegal de terrenos y en masivas protestas callejeras. Los robos de bancos y las expropiaciones a los ricos le parecieron legí­timos a él en ese momento. Pero dice que no robó ni participó en episodios de violencia.

Tras el golpe militar del general Pinochet el 11 de septiembre de 1973, pasó unos meses escondido hasta que fue arrestado en Santiago en 1974, cuando fue a visitar a su amigo, Carlos Dí­az, alias «El Guatón Omar», en el sector sur de San Miguel, en Santiago.

«Me di cuenta que estaban todos muy tensos», dijo al entrar al taller de Dí­az. Toro huyó de la emboscada en su vehí­culo, pero agentes del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea (SIFA) le rodearon con sus autos.

Le obligaron a salir y lo apalearon, hasta que quedó inconsciente, dice. El chileno asegura que despertó en una base de la Academia de Guerra de la Fuerza Aérea (AGA), en el barrio de Los Condes, en Santiago.

«Pasé un año con las manos atadas y mucho tiempo con los ojos vendados», testificó Toro a las cortes de inmigración, según un largo expediente judicial en poder de la AP. «Mi condición era la de un polí­tico desaparecido. Me electrocutaban los genitales, las orejas, la boca; sufrí­ momentos en que pensaba que iban a asesinarme, a dispararme… Me desmayaba todo el tiempo».

Luego fue trasladado a distintos campos de concentración, pero la cronologí­a de sus ingresos y egresos difiere ligeramente al comparar entrevistas y documentos judiciales.

Aparentemente Toro fue enviado primero al campo de Tres Alamos y más adelante al de Ritoque, en la ciudad de Valparaí­so. Pasó allí­ un año. Entre otros lugares, también pasó por Villa Grimaldi, en Santiago, donde asegura que fue personalmente torturado por el general Manuel Contreras, el coronel Marcelo Moren Brito y el capitán Miguel Krassnoff Martchenko.

«Me colocaban en una cama de hierro electrificada y me ataban por los brazos y las piernas y la electricidad se transmití­a a través de la cama», dijo Toro. «Colocaban la electricidad en distintas partes del cuerpo. Llamaban a esta tortura ‘La Parrilla»’.

Toro testificó que también estuvo en el campo de Cuatro Alamos, en una celda que más bien era un hoyo en la tierra al que llamaban «El Chucho».

«No me daban acceso al baño y tení­a que hacer mis necesidades en la propia celda», dijo.

A finales de 1977 varios gobiernos y organizaciones mundiales exigieron que Pinochet cerrara los campos. «Se vio obligado a liberar a mucha gente y yo fui incluido en una lista de 17 personas que fueron expulsadas del paí­s», dijo Toro.

Toro sufre de asma, hemorroides, diabetes, problemas nerviosos y episodios de depresión, secuelas de las torturas que sufrió, según su médico, llamado Clyde Landford Smith, que lo ha tratado de serios dolores de espalda y asma.

Smith, que trabaja en Montefiore Medical Center en el distrito del Bronx, testificó que las torturas en Chile y su arresto en Estados Unidos están directamente relacionados con los episodios de estrés post-traumático.

Su esposa, también ví­ctima de torturas en Tres Alamos, testificó que sus problemas de salud han durado años.

«A veces él sueña que está siendo perseguido», dice la mujer según el expediente de la corte. «Muchas veces está nervioso y ansioso. Por ejemplo, el hecho de que Chile vuelve a tener un gobierno derechista, que tiende a ser como el de Pinochet, le afecta mucho».

Su hija Rosario testificó que a veces Toro prefiere dormir en el suelo debido a sus problemas de espalda.

«Mi padre no es una persona muy emocional, que llora y eso; todo se lo queda dentro. Tiene momentos en que está depresivo y no quiere hablar con nadie, se aisla, y es duro», dijo Rosario según el expediente judicial en manos de la AP.

Cuba le concedió finalmente el asilo por ser miembro del MIR. Sin embargo, la directiva del MIR le expulsó en ese momento por varias discrepancias polí­ticas, entre ellas, la imposición de una polí­tica de retorno a Chile a la que Toro se negó a acceder.

«Ya no podí­a hacer lo que habí­a hecho toda mi vida, ya no era miembro del MIR y el único motivo para vivir en Cuba hubiera sido un apartamento, un trabajo, y nada más», testificó Toro en la corte. «Ya no podí­a establecer mi condición de trabajador social».

Tras pasar por Nicaragua con un visado de tránsito, Toro, su esposa e hija llegaron a México, donde asegura le empezaron a perseguir agentes de Pinochet. Cruzó la frontera ilegalmente por el rí­o Bravo, en Texas, en 1984, y tras pasar por Albuquerque y San Francisco, se estableció finalmente en el Bronx.

Con un juicio que tienen pocas probabilidades de ganar, los dí­as de Toro en Estados Unidos podrí­an estar contados.

«Por supuesto que lo que hago aquí­ lo harí­a en Chile, que es luchar por los derechos de la gente», dice. «Soy hijo de mineros, obreros, lo que hago aquí­ lo haré hasta los últimos dí­as de mi vida, dondequiera que me ponga el destino».