Al echar a andar la grabadora escuché su voz matizando aquel relato captado cuarenta años atrás. Hablaba don Ramón Rodríguez Aris un hombre frisando los setenta años, el mismo personaje que huyó a la selva petenera después del atentado de los Cadetes para matar a Estrada Cabrera.
castejon1936@hotmail.com
El chirrido de la cinta al correr en el aparato interrumpió su voz cansada, grabábamos aquella historia en un lugar de la zona 9, cincuenta años atrás.
Fue el último domingo de noviembre de 1937 principió diciendo, ese mes llovió sin parar durante una semana. El río crecido por aquel temporalito arrastraba ramazones y basura después de pasar por las serranías. El Salinas en aquella parte de la divisoria entre Guatemala y México da una gran vuelta en un paraje llamado el Caoba. De tiempo en tiempo en ese punto, el río se sale de madre y rompe por la otra orilla robando terreno a los mejicanos.
En el Caoba, continuó diciendo el viejo, estuvieron muchos años las monterías cortando madera. La vista se perdía en aquella infinidad de troncos que se soltaban al garete por el río Salinas hasta alcanzar el Usumacinta, para terminar al final en los aserraderos del Tenosique. Miles de miles de caobas y cedros arrancados de la selva eran amontonados en bacadías en la orilla del río.
Al otro lado del río vivía con mi compadre Chinto en un lugar llamado Orizaba. Nos dedicábamos a la crianza de marranos cuando el negocio de la madera había pasado. En esos días un tigre nos había estado matando los coches Se conocía que el animal no tenía miedo, entrando la noche se metía al chiquero con desparpajo y nos mataba varios, aunque sólo se llevara uno. En ese lugar de Orizaba había muchos jaguactales, que dan esa fruta espinuda que le llamamos chichón, que le gusta mucho al jabalí, la comida preferida del tigre.
Aquella mañana se metió a la cochiquera y se llevó una marrana grande, hasta arrastrarla unas trescientas brazadas. Cuando vio venir a la gente gritando, tranquilo sin mucha prisa se fue metiendo en el monte. Pasado el mediodía, cuando terminó de llover se dejó venir un aire frío anunciando las heladas noches de diciembre. Después de reconocer el lugar donde el tigre cazó, dispuse que esa noche lo velaría y acabaría con él. A eso de las seis y media ya oscureciendo fui llegando a donde estaba la marrana muerta, sólo le había comido una parte del brazuelo. Procuramos no trajinar mucho para no dejar nuestro olor que pudiera ahuyentar al animal. En un arbolito de majagua como a diez metros construimos un sentadero en alto. Le amarramos una cuerda de vaquería en el pescuezo y me llevé la punta hasta el tapesco.
Esa noche la luna saldría tarde así que cuando me encaramé al tapesco entrando la noche ya estaba oscuro. Me acomodé en el sentadero tanteando poder pararme en caso de necesidad, luego con el mecate en la mano esperé. Me ajusté la lámpara de carburo en la frente cuidando de bajar la tapadera para que no se viera la luz. Acuclillado acomodé sobre las rodillas la escopeta cuache, una doce de gatos de fuera que me había dejado un alemán de los que llegaron a buscar petróleo, Era un arma fina muy bien terminada, la cargué con bala de onza pensando que aquel animal era grande y había que asegurarlo bien.
Desde el lugar donde estaba se oían ladrar los chuchos de las casas y hasta llegaban de vez en cuando algunas voces. Ese día había madrugado y al vencerme el cansancio me quedé dormido. Entre la bruma del sueño sentí que algo jalaba la cuerda de mi mano, restregándome los ojos para alejar el sueño, supe que allí estaba el tigre. Poco a poco principié a moverme para acomodar la escopeta y prender la luz. Al alumbrar vi como a unas veinte brazadas al gran tigre comiendo. Por un momento el viejo interrumpió la narración dejando oír su risa apagada. ¿Qué cree usted que hizo el animal al recibir el lusazo? ¿Salir corriendo? Nada de eso señor, cerrando un poco los ojotes que le sacaban chispas se levantó y se vino sobre la luz caminando agazapado apoyado en las patas de adelante, dispuesto a cazarme, Llegó cabal debajo del tapesco y miró para arriba. Vi sus ojos tirar lucecitas rojas mientras se preparaba a saltar.
Al verlo llegar me paré y al momento que brincó le apunté en medio de los ojos y jalé los dos gatillos. Después del fogonazo y la explosión el tigre no se detuvo, saltó y me tiró del tapesco. Luego ya no supe más, cuando encendí un fósforo el animal había desaparecido. No más alumbró el sol salimos a buscarlo. En un lugar sombrío, un tupidero entre ramazones de monte bajo estaba muerto, las dos balas le habían dado en la frente. Era una tigra enorme, el animal más grande que había visto. Sin hacer ningún alarde el viejo terminó diciendo, así era la vida entonces, en el monte podía uno vivir tranquilo aunque a veces se pasara uno que otro susto.
NOTA
Desempolvé la pluma para escribir esta historia refrescante en medio del caos en el que vivimos sumergidos.
Hoy Orizaba es un poblado atravesado por una carretera que permite llegar a Tenosique, el río Usumacinta ya no transporta madera. En los bosques del Caoba ya no quedó nada, quizá en la próximo glaciación reaparecerán aquellas selvas llenas de animales.