En esos días dormíamos en la caseta del estacionamiento, al lado de carros de todos los colores, marcas y tamaños. Siempre olía a gasolina y aceite aquel lugar. Lo peor llegaba por las mañanas cuando la gente se metía a sus carros para ir al trabajo o qué sé yo.
Empezaba tempranito el ruidazo de motores y teníamos que levantarnos. Yo primero, pues siempre fui la más madrugadora, luego la Toya y por último el Lico, siempre protestando y perreando por tener que levantarse. Antes que nada nos íbamos a alguna pila pública o a algún mercado donde sabíamos que había un chorro y nos lavábamos las caras de prisa, casi siempre sin jabón, ni modo. Lo hacíamos así porque si teníamos las caras sucias nos seguían los moscos y por eso se nos enrojecían los ojos. Eso no le gustaba a la gente. En invierno o en verano era igual.
Después empezaba nuestro día y cada vez era diferente porque habíamos aprendido que repetir el mismo lugar, limosnear en la misma calle o esquina seguidos era peligroso, la jura se ponía muy alerta ya que no les gustaba que un sitio se volviera muy visitado por nosotros, pues pensaban que alejábamos a los turistas según Sebastián me explicó. Por eso teníamos que cambiar de lugar a cada rato. A veces debíamos pedir en dos o tres sitios diferentes en un solo día? y las horas se nos iban en eso. La vida se nos iba en eso, pues las horas y la vida son la misma cosa, uno lo aprende rápido cuando pordiosea.
La vida es una cosa de momentitos que se pegan uno al otro, son momentos pegados con pegamento. Entonces, al oler pegamento la Toya y Lico era como si respiraran la vida, la vida que nos tocó, pienso yo. Todo fue lo que fue. í‰ramos como hormigas, creo, y las hormigas solamente están para cargar y vagar?
Fue una mañana fea porque llovía y a mí la época de lluvias me ponía nerviosa. El agua en aquella caseta se metía a veces dejándonos atrapados entre charcos que cubrían el piso de cemento. Colocábamos guacales o cubetas plásticas bajo cada gotera, pero siempre se colaba la lluvia. Había que tener cuidado de no mojar las colchas mientras dormíamos. Parecía un agua viva, que quisiera molestarnos por pura maldad.
Esa mañana me levanté tarde, ya Lico y la Toya se habían ido. Casi nunca me dejaban sola pero esta vez tenían que hacer algo, no recuerdo qué, y se fueron luego de rogarme que me levantara y que me levantara durante media hora. Al final, se cansaron de esperarme. Pero lo cierto es que yo estaba mal, muy mal, aunque nunca dije nada. Soñaba lo que siempre sueño y se me repite peor que pesadilla, que durante años, noches enteras, no me dejó dormir bien. Pero mejor no pienso en eso. Lo cierto es que salí del estacionamiento y me fui por las calles algo sonámbula todavía. Ya hacía calor. El sol pegaba que parecía que hubiera querido arrancarme el pellejo con sus rayos.
El pelo lo sentía caliente y busqué donde lavarme. Para mi buena suerte vi una manguera en un jardín, y de la manguera tirada en la grama salía agua, agua desperdiciada porque nadie estaba usándola. Entonces, sedienta y con ganas de sentir fresco, me acerqué, entré al jardín aquel de casa grande, me puse a beber de la manguera y me mojé los pies y la cara. En eso estaba cuando oí la ladradera. Al voltear la cara, gritando ya toda asustada, vi al tremendo animal color negro que venía hacia mí con los colmillos pelados y el hocico abierto, la lengua de fuera, soltando baba y mirándome con ojos de chucho malo. Quise correr, pero las tabas las sentía tiesas como si mis canillas no hubieran sido mías sino de algún otro, igual que si mis pies hubieran estado muertos. No, no pude moverme, grité más, cerré los ojos y caí al suelo.
Me despertó el frío del agua en la cara y abrí los ojos. Lo primerito que vi fue el rostro de un señor de bigotes que me preguntó mi nombre, luego, me preguntó también si no sabía que meterse a las casas y jardines privados era un delito?
Tomado del libro Las maravillas en el país de Alicia, de José Barrera. Un libro conmovedor que trata el tema de los niños de la calle. Edición a cargo de Letra Negra 2006.