En su artículo del domingo 24 de junio pasado, en Siglo Veintiuno, el doctor Armando de la Torre, con su conocida elocuencia, trata temas de una profundidad tal que es imposible desarrollarlos en un artículo de prensa, pero que siempre es interesante abocarse a ellos a fin de encontrar soluciones a los ingentes problemas que podrían derivarse de la injusticia de algunas leyes, aunque advierte que ello es muy difícil en nuestras áreas geográficas por causa de la existencia de un «positivismo rampante» que impera en el medio forense: la ley es la ley y ella se presume justa, como lo reitera Acisclo. Cierto, en alguna medida, si sólo se piensa, por ejemplo, en el Derecho Procesal Civil vigente -ya obsoleto y que debiéramos esforzarnos por cambiarlo- que está cargado de formalismos y requisitos caducos que hacen difícil lograr resultados concretos acordes con una justicia «justa,» pero, si como contrapartida, analizamos leyes procesales penales, laborales, de familia y sobre todo, mecanismos de protección constitucional, tales como el amparo, el habeas corpus y la inconstitucionalidad de leyes, reglamentos y disposiciones de orden general, tanto en general como en caso concreto, concluimos que los requisitos formales de la demanda y la contestación, la prueba tasada y otro conjunto de requisitos absurdos han sido superados por el legislador y sobre todo, por el juez, a través del uso correcto de su «sana crítica,» mediante una interpretación extensiva o «pro hominem» en defensa de los derechos fundamentales de las personas. En otras palabras, usando correctamente la hermenéutica. De modo, pues, que no todo el Derecho positivo maniata al juez a aplicar aquellas leyes emitidas por el legislador que no estén conformes con el Derecho Natural, el Derecho Internacional o el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, ya que el propio Derecho positivo ha establecido en estos casos mecanismos adecuados para resolver los conflictos que eventualmente pudieran presentarse entre una normatividad y otra, acordando una preeminencia indiscutible a la normativa superior. Concretamente, el constituyente del 85 lo previó al establecer el principio de supremacía constitucional; que el plexo de derechos humanos enumerados en la Constitución tiene la característica de ser enunciativa y nunca limitativa; que el conflicto entre tratado de derechos humanos y ley interna se resuelve sobre la base de la preeminencia de aquél sobre ésta; que en el conflicto entre ley interna y tratado no de derechos humanos prevalece éste; que integran the law of the land los principios, reglas y prácticas internacionales, entre los cuales cabe, por supuesto, el Derecho natural y el Derecho internacional de los Derechos Humanos.
En fin, lo argumentado acredita que mediante un uso adecuado de su técnica el juez puede hacer valer un Derecho superior cuando el legislador haya abusado de su mandato. Esa teoría política, conocida como la de «pesos y contra pesos» impera en el Derecho positivo guatemalteco y trata, obviamente, de controlar las desviaciones de poder en función de hacer prevalecer siempre la normativa fundamental del país, la cual como queda claro, recoge los postulados aludidos.
Por supuesto, habrá quienes estimen que lo aquí argumentado conlleva al «gobierno de los jueces,» cosa oprobiosa ya que ellos no han sido electos popularmente como los legisladores y que por ende, no tienen representatividad alguna. Sin embargo, es preciso hacer notar que el Contralor General de Cuentas, por ejemplo, tampoco es electo en forma directa y a pesar de ello, tiene el poder de auditar a los diputados y al Presidente de la República. De modo que en el Estado de Derecho los mecanismos de control son fundamentales para lograr la consecución de los fines de la organización política, cuales son, la protección de la persona y la familia, así como la realización del bien común, garantizándole a los habitantes de la República la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona.
De sobra sabemos que estos fines del Estado, tristemente, no se han cumplido y se habla ya en la actualidad de un «Estado fallido» que, obviamente, lo está a partir de la experiencia diaria. Por ello, soy de la tesis que si el Organismo Ejecutivo ha fallado en su función, y que también lo propio ha acontecido al Organismo Legislativo, la esperanza ciudadana estaría en lograr de los jueces el ejercicio pleno de sus facultades legales, a pesar de estar consciente que su función se hace cada día más difícil por las múltiples deficiencias en el funcionamiento de otros organismos del Estado cuya actividad es vital para la función judicial; el considerable aumento de la población, con el incremento consecuente de la conflictividad social y el incremento del delito; las deficiencias presupuestarias; el exceso de trabajo, etc. etc.