Alfredo Cárdenas
Como si contemplara el fondo de la boca de una calle de Gracia en Barcelona, evoco los corredores de la memoria y, como si fueran cuatro meses han pasado unos años en donde miro el reloj y el rostro de los viejos amigos. No hay casi dientes en una vieja castellana, que abre la boca por el sopor de la noche y muestra su epiglotis, y algunas verduras en la mano. Ella busca algunos víveres caducados en un contenedor que lanza un supermercado cada noche; aquella mujer posee los dientes suficientes para contar las décadas de un libro extraviado, que no he podido leer o no he escrito todavía. Mis viejos consejeros han perdido toda credibilidad, porque el arte es una aproximación sensual a la eternidad. Y, un poeta es un viejo profeta, sin magia, que anticipa alguna alegría o cierta nostalgia, al menos en la perspectiva de los árboles que son los años que no nos hemos visto. Alejandro Tellería y Luis Miguel son esos escritores, sin amigos literarios, que han sobrevivido a estos años de crisis, de otras obras, que han pasado, que se han impuesto lejos de la farándula libresca, y ellos se resisten al organillo de la rutina. Ellos han roto unos moldes que espero que nunca vuelvan a recomponer: la indiferencia.
En un viejo bar gracienc con humos tenues que desdibujan sus rostros de ansiedad, sin esa angustia efímera, sino transcendental y enigmática. La fuerza de los viejos poemas de Luis M. Hermoza o sus relatos (en el caso de Tellería) que hablan de un mundo que te susurra, sin ese aire de tragedia que se oía antes o esas imágenes religiosas que ahora rechinan, con un tono menor sin golpearte la fe sin dogmas. Los oropeles de alguna tragedia han puesto nuestras bocas abiertas, lejos de este esmalte que nos ofrece una fachada, de viejos editores y falsos escritores, porque las brumas de este febrero necesitan algo de claridad y, los buenos libros, en esta compra-venta que poco entiende de ecología, han sabido escamotearse de los sonidos imperceptibles que sienten los animales literarios que todavía sobreviven. Recuerdo los afanes de Luis Miguel Hermoza con unos poemas que han buscado un lugar, no en las librerías donde se necesitan, como una paradoja, sino en el día escampado de esa pureza existencial que ha sabido configurar, como un amigo perdido, que aparece en nuestra memoria. Recuerdo otro amigo extraviado en Milán, Percy Hinostroza, cuando hace años contemplamos la torcida naturaleza de una madrugada, que él supo hacer poema y no yo: «Princesita de los bares,» un poema inolvidable que extrajo de esas vísceras de poeta joven incomprendido, porque ante nuestros ojos apareció esa mujer sin nombre, y él pudo, al menos, arrancar un título y dárselo. Aún antes de esos ripios sin voz de Joaquín Sabina. Otro poeta que ha intentado colarse no como las obsesiones de nuestros traumas, sino que aparece en una figura o un cúmulo de imágenes, que nadie puede negar que ha construido y nos ha ofrecido gratuitamente como quien parte trozos de papel en una mesa y ofrece versos: El poeta Rodolfo Ybarra que publicó Sinfonía del Kaos y Por la boca muertos, que ha escrito otros libros, que sólo he tenido lejanas noticias, que sus enemigos intentan ocultar inútilmente. Nadie le puede negar un lugar por sus versos, porque es un buen poeta, y no es posible prescindir de ese espíritu que busca, no la pose, que todo escritor lo tiene. í‰l tiene algo más, un sentimiento que lo vincula a su tiempo: la solidaridad: «Amo lo horroroso y lo bello / todo lo certero y todo lo funesto// amo las piedras que conocen mis pasos y los pasos de otros hombres y// de otros seres vivos que como yo van en busca de su verdad// amo estas calles cortadas con la chaveta del delincuente// porque él también es mi hermano en primer grado y su// vida también está// marcada con el sello de la desesperación// amo a las prostitutas y a los homosexuales porque su// carne es también mi carne/ porque su sexo es también// mi sexo.» (de Sinfonía del Kaos). Y, nadie le puede escatimar ni la poesía ni el compromiso.
Nadie puede recuperar o llenar el espacio al que un día dejamos de pertenecer, pero si recordar y encontrar en la memoria los viejos amigos. Alejandro Tellería sabe que la naturaleza loca de su creación ha pagado con años un camino superable de silencios, necesario para sobrevivir. Un libro cuyo título sugiere perversidad para los cándidos; formas de un estilo directo, que te acerca a ese mundo que ha cambiado, como una mujer que sale con ropa nueva porque se ha enamorado otra vez. Y contempla unos cuentos que salpican de formas narrativas diversas, un rectángulo donde Tellería encierra sus afectos. Un baúl de narraciones…que reconocemos los que hemos trajinado Lima, sin aire acondicionado, y nos envolvimos de días alegres y de muchas historias tristes. El pulso narrativo que provoca el título de Tellería: El Rey de la paja. Los relatos aparecen como siluetas o bosquejos, casi argumentales, que el escritor perfila y no ahonda, o como poemas que sugieren una historia inacabada, pero nos deja las huellas de sus historias como parte de nosotros, que no tiene nada que ver con el de Enrique Congrains en sus paisajes suburbanos de Lima de los cincuenta. Tellería discurre en unos de sus relatos: «Sentía ganas de escupir, pero las contuvo. Mario estaba demasiado ocupado en pensar que iba a hacer para devolver esos doscientos soles, que le habían prestado y no tenía cómo devolver, no había tenido trabajo en largo tiempo?» Alejandro Tellería me habló del norteamericano del S. XIX, Dogson que no recordé en ese momento que había leído, unos relatos breves?. que no recuerdo aún. Sin embargo en Lima, el poeta Joan Viva ha dedicado casi toda su vida a escribir sobre las cosas que ha amado y ha envuelto de versos: sus amores posibles o secretos, entendió que la poesía es una forma de mirar la vida con muchos corazones en el pecho, y dijo: «Trazo testimonios/ guardo recuerdos/ aquel papel cobra vida/ como hembra fertilizada.» Los versos de Joan Viva poseen la nostalgia de los viajeros, de aquellos que no retornan, porque toda vida es un largo relato de momentos, y él los escribe como si fueran la última vez que contempla una mirada o un perfume que nadie repara.