Las heridas de la Guerra Civil española aún siguen abiertas


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La Guerra Civil española se cobró la vida de más de medio millón de personas, dividió al país en dos bandos, lo sumió en una grave crisis económica y dio paso a una dilatada dictadura que terminó en 1975 con la muerte de Francisco Franco.

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POR ANA LÁZARO VERDE Madrid / Agencia dpa

Cuando se cumplen 75 años del final del conflicto, todavía quedan heridas abiertas en España: miles de personas buscan aún los restos de sus seres queridos fusilados durante la contienda (1936-1939) y la posterior dictadura (1939-1975) y algunos colectivos piden que la tumba de Franco deje de ser un monumento.

   «La ignorancia ha sido una política de Estado», explica a dpa Emilio Silva, nieto de un republicano fusilado durante la guerra y presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica en España.

   «Todavía hay miles y miles de personas que no saben lo que ocurrió, que siguen pensando que hay que reparar a las víctimas de los dos bandos, cuando uno de ellos tuvo durante muchos años toda la reparación», dice en alusión al bando franquista.

   El 1 de abril de 1939 el entonces general Francisco Franco firmó el último parte de guerra, proclamando su victoria tres años después de haberse sublevado junto a un grupo de militares contra el gobierno de la República. Aquella fecha fue, durante casi 40 años, «el día de la victoria». Para los vencidos, el día de la derrota.

   Desde la Fundación Francisco Franco -organización que actualmente se dedica a la difusión de la obra del dictador- defienden que, tras el final de la guerra, en España se produjo una «reconciliación». Pero cientos de testimonios revelan que los «vencidos» sufrieron la represión de un régimen autoritario nacional-católico que suprimió muchas de las libertades alcanzadas durante el periodo republicano (1931-1936).

   Asociaciones en defensa de la memoria histórica recuerdan ahora que el régimen franquista impulsó a partir de 1939 una política de reparación dirigida a las víctimas de su bando que incluyó ayudas económicas, pensiones especiales, becas de estudio y licencias públicas.

   «Mientras tanto, las familias que perdieron la guerra sufrieron durante años un régimen que casi podemos considerar de ‘Apartheid’», explica Silva. «No les quedó más remedio que servir a los vencedores y en muchos casos tuvieron que irse del país», añade, aludiendo a los dos millones de exiliados que se contabilizaron entre 1950 y 1960.

   En esas circunstancias, poco pudieron hacer las víctimas del franquismo por recuperar la memoria de los suyos. Se impuso la ley del miedo y el silencio. Y todavía hoy yacen en fosas comunes más de 100 mil cuerpos de represaliados durante la guerra y la posterior dictadura.

   «Cuando exhumamos una fosa y devolvemos los restos identificados a los familiares, muchos de ellos dicen ‘ya me puedo morir tranquilo’ Hay gente que lleva 75 años sufriendo», explica Silva. La asociación que preside ha exhumado científicamente desde el año 2000 unas 300 fosas y ha recuperado los restos de más de 6 mil personas.

En 1977, dos años después de la muerte de Franco, el gobierno español aprobó una ley de amnistía que entonces parecía necesaria para garantizar una transición a la democracia y que ahora se ha convertido en un escollo para investigar los crímenes del franquismo.

   No fue hasta 2007 cuando se aprobó una Ley de Memoria Histórica en España. Lo hizo el gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero y fue un paso un paso importante y necesario, aunque «insuficiente», según las víctimas del franquismo, ya que se incluyó su reconocimiento pero no la apertura de las fosas comunes, labor que quedó en manos de voluntarios, asociaciones y comunidades autónomas.

   «Esa falta de políticas hacia el pasado hace que todavía las consecuencias de la guerra y la dictadura estén muy vivas en nuestra sociedad», dice Silva.

    Desde la Fundación Francisco Franco, su vicepresidente, Jaime Alonso, sostiene que la ley aprobada por Zapatero responde al «revanchismo» del Partido Socialista. «Jamás se debería imponer por ley la memoria» asegura en conversación con dpa.

   Siete años después de su entrada en vigor, la Ley de Memoria Histórica carece de fondos, al haber sido retirados en los dos últimos años por el gobierno conservador de Mariano Rajoy. Naciones Unidas (ONU) reclamó al Ejecutivo hace solo unos días que potencie la ley y garantice el acceso de las víctimas a la Justicia.

   Desde la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica se alude también a otros «vestigios» vigentes del franquismo, como una judicatura «que no se depuró» durante la Transición o una economía que «se alimentó de miles de incautaciones que se hicieron a los republicanos».

   «Podemos decir que España ha estado gobernada durante muchos años por hijos de franquistas y, en muchos casos, de dirigentes franquistas», expone Silva. «Esa élite tiene mucho que ver ahora con la falta de políticas de la reparación de la memoria».

   Y se pregunta: «¿Cómo es posible que 75 años después del final de la guerra y casi 40 después de la muerte de franco, cerca de la residencia del presidente del gobierno español haya un monumento como el Arco de la Victoria que celebra la victoria de la sublevación de los militares fascistas?».

   En Madrid hay actualmente más de 170 calles dedicadas a personas, lugares o hechos relacionados con el régimen franquista. Y a pocos kilómetros de la capital de España, el Valle de los Caídos, un monumento construido por presos republicanos durante la dictadura en el que está enterrado Franco.

«Quiero ver los huesos de mi padre»

Por Ana Lázaro Verde   
MADRID / Agencia dpa

El pasado 29 de noviembre, la española Ascensión Mendieta cumplió 88 años en un avión rumbo a Buenos Aires. «Mi hija me preguntó un día: ¿quieres ir a ver a la jueza Servini? Y yo le dije que sí», explica a dpa en su casa de Madrid.

   Tuvo que recorrer más de 10 mil kilómetros de distancia para reclamar a una magistrada argentina algo que no puede hacer en su país: recuperar los restos de su padre, que yacen en una fosa común desde 1939, cuando fue fusilado por el régimen del dictador Francisco Franco.

   Es el mayor deseo de esta anciana de sonrisa amable y ojos brillantes, que espera con ilusión el momento de abrir la fosa común a la que arrojaron a su progenitor, a pocos kilómetros de su casa, apenas unos meses después del final de la guerra civil española, del que recientemente se cumplieron 75 años.

   «Mi padre era una persona buenísima, todo el mundo le quería», asegura. «Dos o tres días después de terminar la guerra se lo llevaron. Y no volví a verle más».

   Ascensión tenía entonces 13 años. El único delito de su padre: ser el presidente en su pueblo de UGT, sindicato perseguido durante la guerra por el bando sublevado.

   Aquel día, la madre de Ascensión recibió un telegrama de un familiar. Cuando llegó a la prisión donde había sido encarcelado su marido, solo encontró una lata con sus pertenencias y algunas fotografías.

   «No pudimos enterrarlo, ni hemos podido llevarle flores durante todos estos años. Hemos pasado muchas fatigas», lamenta ahora la anciana.

   Durante décadas, llevó en secreto la muerte de su padre. En plena dictadura, el miedo era más fuerte que el dolor. «Yo siempre calladita. Hasta que Franco se murió y llegaron (al poder) los socialistas (en 1982), no se lo dije a nadie, aunque me acordaba mucho de mi padre», cuenta.

   ¿Ni siquiera a sus hijos?. «Ni siquiera a mis hijos, porque temía que hubiera represalias contra ellos si contaban que habían fusilado a su abuelo».

   Ahora, su hija Chon, abogada, revisa junto a ella las páginas del sumario del juicio militar de su abuelo, proceso del que ni siquiera la familia tuvo conocimiento entonces.

   «Timoteo Mendieta Alcalá. Acusado de un delito de adhesión a la rebelión, perversidad social y daños causados al Estado y a particulares. Le condenamos a la pena de muerte», lee Chon.

   «Adhesión a la rebelión… Fíjate qué cosas», murmura Ascensión con la mirada triste.

   La sentencia data del 6 de septiembre de 1939, cinco meses después del fin de la contienda. El 17 de noviembre de aquel año, Timoteo Mendieta fue fusilado a los 41 años. Y su cuerpo arrojado a una fosa común en el cementerio de Guadalajara, junto a otros 16 hombres.

   Según la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica en España, actualmente hay más de 100 mil cuerpos en fosas comunes por todo el país. Desde el año 2000 se han exhumado unas 300, por parte de voluntarios, colectivos y algunas comunidades autónomas.

   Cuando la Audiencia Nacional de España cerró en 2010 la causa abierta por el juez Baltasar Garzón contra los crímenes del franquismo, los familiares de las víctimas miraron al otro lado del Atlántico. Allí, la juez María Servini inició una investigación y, en los últimos meses, decenas de personas han declarado ante ella. Como Ascensión.

   «Hemos tenido que ir a Argentina porque en España nadie movía nada», explica la anciana. ¿Siente rabia? «Sí, siento rabia porque el gobierno no hace nada», contesta. ¿Rencor? «Un poco, porque mi padre siempre medió en todos los conflictos y no hizo mal a nadie».

   El día que le fusilaron cambió para siempre la vida de esta mujer. «Mi madre se quedó viuda y se vino a Madrid con siete hijos, el más pequeño de un año», cuenta. «Anduvo por los pueblos vendiendo lo que conseguía. La metieron una vez tres meses en la cárcel. Entonces no había trabajo para nadie. ¡Cuántos días no habremos comido!», relata rememorando la dura posguerra española.

   Ahora, 75 años después, es una mujer enérgica y vital. Una mujer que pinta sobre tela. Que viaja. Una mujer con un solo deseo: «Ver los huesos de mi padre. Se lo prometí a mi hermana, que falleció el año pasado. Si lo consigo, yo ya puedo morirme tranquila».

¿Otra novela sobre la Guerra Civil?

Por Elena Box
MADRID / Agencia dpa

La frase se repite en cada lanzamiento editorial, con variaciones al pronunciarla que van desde la incredulidad al hartazgo. «¿¡Otra novela sobre la Guerra Civil!?» Y es que desde el fin de la contienda que marcó el siglo XX en España, del que ahora se cumplen 75 años, han llovido ríos de tinta sobre el tema, en muchos casos de las plumas más destacadas y no siempre exentos de polémica.

   «Nos guste o no, nada se entiende sin la Guerra Civil, porque la Guerra Civil es nuestro mito fundacional», argumentaba en 2010 Javier Cercas en una de sus columnas. Él mismo acabó escribiendo «una cosa que se parecía tanto a las novelas de la Guerra Civil que era casi imposible distinguirla de ellas», y que además lo catapultó dentro del panorama literario. Se titula «Soldados de Salamina» (2001) y narra la historia del falangista Rafael Sánchez Mazas, que más tarde sería llevada al cine por David Trueba.

   Sin embargo, no todas las novelas que abordaron la contienda nacían de la misma vocación literaria, especialmente en los inicios. «Las dos grandes líneas que arrancan en el seno de la Guerra Civil (1936-1939), tanto la franquista como la republicana, tuvieron un fuerte contacto con la propaganda», explica a dpa Blanca Ripoll, profesora de Literatura en la Universidad Autónoma de Barcelona. Y lo mismo apuntaba Andrés Trapiello en su libro «Las armas y las letras» (2010): «La literatura no estuvo casi nunca a la altura del momento histórico, porque casi nada ni nadie lo estuvieron tampoco».

   Con todo, hay excepciones, como el caso de «Javier Mariño» (1943), primera novela del Premio Cervantes Gonzalo Torrente Ballester y muy criticada entre algunos sectores por su corte falangista -aunque él la sintiera «destrozada» por la censura de Francisco Franco-, y «Madrid, de Corte a checa» (Agustín de Foxá, 1938). En el otro bando, ya desde el exilio, sobresale «por su calidad estética» Max Aub, apunta Ripoll. Instalado en México, escribió entre 1943 y 1968 la serie de seis novelas «El laberinto mágico», que aborda desde la sublevación militar hasta el fin de la contienda.

   Aub también colaboró con André Malraux en la película «Sierra de Teruel», inspirada en la novela «L’espoir» que el francés escribió a raíz de su experiencia en la contienda española. Y es que como Malraux, muchos extranjeros también se vieron influenciados por una guerra que vivieron como corresponsales o incluso apoyando en el frente a las tropas republicanas. «La brigadista» (Elizaveta Parshina) y, sobre todo «Homenaje a Cataluña» o «Por quién doblan las campanas», de Ernest Hemingway, son sus principales ejemplos.

   En la España de mediados de los 40, la novela sobre la Guerra Civil se acabó muy pronto, pues entre otros factores la sociedad «se hartó de la propaganda y quiso olvidar», añade Ripoll. Pero desde el exilio, «un poco en tierra de nadie y despojados de su público», surgieron títulos tan emblemáticos como «Réquiem por un campesino español» (1953), de Ramón J. Sender, o «La llama», tercera entrega de la trilogía «La forja de un rebelde» (1941-6) que Arturo Barea tuvo que publicar originalmente en inglés, traducida por su mujer.

Aunque el gran «boom» llegó en los 80 con la Transición a la democracia, ya desde mediados de los 60 se observa un reflote de la temática con grandes novelas como «Los soldados lloran de noche» (1964), de Ana María Matute; «Las últimas banderas» (1968), de José María de Lera; «San Camilo, 1936» (1969), del Nobel Camilo José Cela, o la nostálgica «Si te dicen que caí» (1973), de Juan Marsé, además de la tetralogía de José María Gironella. Hasta que con la muerte de Franco y la llegada de la democracia, la «novela de memoria» experimentó un lógico florecimiento.

   Para Ripoll, entre los hitos de esta época figura «Luna de lobos» (1985), de Julio Llamazares, que además entronca con otro de los subtemas del género: la novela sobre el maquis (guerrilla antifranquista). «Madera de héroe» (Miguel Delibes, 1988), «El lápiz del carpintero» (Manuel Rivas, 1998), «La voz dormida» (Dulce Chacón, 2002) o «Los girasoles ciegos» (Alberto Méndez, 2004), son sólo algunos títulos de este florecimiento, que en muchos casos llevados con más o menos acierto al cine.

Con las nuevas generaciones de escritores que vivieron su juventud en la Transición «se aprecia un revisionismo muy crítico desde la misma izquierda», apunta Ripoll. «Existía una cierta mitificación de la resistencia antifranquista» que a su modo matizaron autores como Almudena Grandes. Así en «Inés y la alegría» (2010), primer tomo de sus «Episodios de una guerra interminable», presenta una visión «más de carne y hueso» de dirigentes comunistas como la Pasionaria o Santiago Carrillo.

No obstante, Grandes subraya siempre que puede que su serie habla sobre la posguerra, no la guerra. «En España, cualquier cosa que pasa antes del destape (en la Transición) es (considerado) Guerra Civil», decía a dpa con motivo de la reciente publicación de «Las tres bodas de Manolita». «Eso tiene que ver con la falta de conocimiento de este país hacia su propia historia, y creo que es porque hay muchos españoles que no quieren saber en qué país vivían sus abuelos».

Frente a los historiadores, afirmaba Grandes, «la función del novelista no es la neutralidad». «Otra cosa es que esa visión crítica se corresponda o no con la realidad», añade Ripoll, al tiempo que sostiene que «estos resortes de ficción no quitan la verdad moral que un tratado de historia no puede darnos». Y como demuestran los últimos títulos publicados, desde «Riña de gatos» (Eduardo Mendoza) a «Dientes de leche» (Ignacio Martínez de Pisón) o «La noche de los tiempos» (Antonio Muñoz Molina), quedan aún muchas novelas sobre la Guerra Civil por escribir.